¿Unidad de las izquierdas?
Cuándo, por qué, cómo y para qué
Por: Boaventura de Sousa Santos (2018)
Traducción de
Àlex Tarradellas y Antoni Aguiló
Índice
Introducción, 3
El nuevo interregno, 5
El significado histórico de este interregno, 11
Las fuerzas de izquierda ante el nuevo interregno, 16
La articulación entre fuerzas de izquierda. El caso portugués, 20
¿Cuál es el significado más global de esta innovación política? Once tesis para articulaciones limitadas entre fuerzas políticas de izquierda, 23
Algunos escenarios inciertos para la articulación de las fuerzas de izquierda, 27
Brasil: la fractura del desgaste de gobernar, 28
Colombia: la fractura de la lucha armada bajo vigilancia del imperio, 34
México: la fractura entre la institucionalidad y la extrainstitucionalidad, 41
España: la fractura de la identidad nacional, 47
Adenda sobre otros contextos, 58
Conclusión, 60
Introducción
He escrito mucho sobre las izquierdas, sobre su pasado y su futuro.1
Tengo preferencia por las cuestiones de fondo, siempre me sitúo en una perspectiva de medio y largo plazo y evito entrar en las coyunturas del momento. En este texto sigo una perspectiva diferente: me centro en el análisis de la coyuntura de algunos países y es a partir de este que planteo cuestiones de fondo y me muevo a escalas temporales de medio y largo plazo.
Esto significa que mucho de lo que está escrito en este texto no tendrá ninguna actualidad dentro de meses o incluso semanas. Su utilidad puede estar precisamente en eso, en el hecho de proporcionar un análisis retrospectivo de la actualidad política y del modo en el que ella nos confronta cuando no sabemos cómo se va a desarrollar. Asimismo, puede contribuir a ilustrar la humildad con la que los análisis deben realizarse y la distancia crítica con la que uno debe recibirlos. Este texto tal vez puede leerse como un análisis no coyuntural de la coyuntura.
Para empezar, debo aclarar lo que entiendo por izquierda. Izquierda significa el conjunto de teorías y prácticas transformadoras que, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, han resistido a la expansión del capitalismo y al tipo de relaciones económicas, sociales, políticas y culturales que genera, y que surgieron con la convicción de que puede existir un futuro poscapitalista, una sociedad alternativa, más justa por estar orientada a la satisfacción de las necesidades reales de los pueblos, y más libre, por estar centrada en la realización de las condiciones del efectivo ejercicio de la libertad.
En un mundo cada vez más interdependiente llevo tiempo insistiendo en la necesidad de aprendizajes globales. Ningún país, cultura o continente puede arrogarse hoy el privilegio de haber encontrado la mejor solución para los problemas a los que el mundo se enfrenta y mucho menos el derecho de imponerla a otros países, culturas o continentes. La alternativa está en los aprendizajes globales, sin perder de vista los contextos y las necesidades específicas de cada uno. Llevo tiempo defendiendo las epistemologías del Sur como una de las vías para promover tales aprendizajes y de la necesidad de hacerlo partiendo de las experiencias de los grupos sociales que sufren en los diferentes países la exclusión y la discriminación causadas por el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. Así pues, las necesidades y aspiraciones de tales grupos sociales deben ser la referencia privilegiada de las fuerzas de izquierda en todo el mundo, y los aprendizajes globales una herramienta valiosa en ese sentido. Lo que sucede es que las fuerzas de izquierda tienen una enorme dificultad en conocer las experiencias de otras fuerzas de izquierda en otros países y en estar dispuestas a aprender de ellas. No están interesadas en conocer profundamente las realidades políticas de otros países ni tampoco dan la atención debida al contexto internacional y a las fuerzas económicas y políticas que lo dominan. La desaparición analítica de las múltiples caras del imperialismo es una prueba de ello. Además, tienden a ser poco sensibles ante la diversidad cultural y política del mundo.
Que las fuerzas de izquierda del Norte global (Europa y América del Norte) sean eurocéntricas no es ninguna novedad. Lo que quizá sea menos conocido es que la mayor parte de las fuerzas de izquierda del Sur global también son eurocéntricas en las referencias culturales subyacentes a sus análisis. Basta tener en cuenta las actitudes racistas de muchas fuerzas de izquierda de América Latina con relación a los pueblos indígenas y afrodescendientes.
Con el objetivo muy limitado de analizar la coyuntura de las fuerzas de izquierda en algunos países, este texto pretende aumentar el interconocimiento entre ellas y sugerir posibilidades de articulación tanto nacional como internacionalmente.
El nuevo interregno
Estamos en un interregno. El mundo que creó el neoliberalismo en 1989 con la caída del Muro de Berlín terminó con la primera fase de la crisis financiera (2008-2011) y todavía no se ha definido el nuevo mundo que le tomará el relevo. El mundo posterior a 1989 tuvo dos agendas que tuvieron un impacto decisivo en las políticas de izquierda un poco en todo el mundo. La agenda explícita fue el fin definitivo del socialismo como sistema social, económico y político liderado por el Estado. La agenda implícita constituyó el fin de cualquier sistema social, económico y político liderado por el Estado. Esta agenda implícita fue mucho más importante que la explícita porque el socialismo de Estado ya estaba en fase agonizante y desde 1978 procuraba reconstruirse en China como capitalismo de Estado a raíz de las reformas promovidas por Deng Xiaoping. El efecto más directo del fin del socialismo de tipo soviético en la izquierda fue el hecho de haber desarmado momentáneamente los partidos comunistas, algunos de ellos distanciados desde hacía mucho tiempo de la experiencia soviética. La agenda implícita fue la que verdaderamente contó y por eso tuvo que ocurrir de manera silenciosa e insidiosa, sin que cayeran muros.
En la fase que hasta entonces había caracterizado el capitalismo dominante, la alternativa social al socialismo de tipo soviético eran los derechos económicos y sociales universales del que se beneficiaban sobre todo quienes, al no tener privilegios, solo tenían el derecho y los derechos para defenderse del despotismo económico y político al que tendía el capitalismo sujeto exclusivamente a la lógica del mercado. La forma más avanzada de esta alternativa había sido la socialdemocracia europea de la posguerra, que de hecho en sus inicios, a principios del siglo XX, también había desplegado una agenda explícita (socialismo democrático) y una agenda implícita (capitalismo con alguna compatibilidad con la democracia y la inclusión social mínima que esta suponía). Después de 1945 quedó claro rápidamente que la única agenda era la agenda implícita. Desde entonces las izquierdas se dividieron entre las que seguían defendiendo una solución socialista (más o menos distante del modelo soviético) y las que, por más que se proclamaran socialistas, solo querían regular el capitalismo y controlar sus «excesos».
Después de 1989, y tal como había sucedido a principios de siglo, la agenda implícita continuó durante algún tiempo siendo implícita, pese a ser ya la única en vigor. Se fue volviendo evidente que las dos izquierdas del periodo anterior habían salido derrotadas. Es por ello que, en el periodo posterior a 1989, se asistió a la difusión sin precedentes de la idea de la crisis de la socialdemocracia, muchas veces articulada con la idea de la imposibilidad o inviabilidad de la socialdemocracia. Al secundarla, la ortodoxia neoliberal adoctrinaba sobre el carácter depredador o por lo menos ineficiente del Estado y de la regulación estatal, sin los cuales no se podía garantizar la efectividad de los derechos económicos y sociales.
El desarme de la izquierda socialdemócrata se disimuló durante algún tiempo a través de la nueva articulación de las formas de dominación que dominaron el mundo desde el siglo XVII: el capitalismo, el colonialismo (racismo, monoculturalismo, etc.) y el patriarcado (sexismo, división arbitraria entre trabajo productivo y trabajo reproductivo, es decir, entre trabajo remunerado y trabajo no remunerado). Las reivindicaciones sociales se orientaron a las agendas llamadas posmateriales, los derechos culturales o de cuarta generación. Estas reivindicaciones eran genuinas y denunciaban modos de opresión y discriminación repugnantes. Sin embargo, la manera en la que se orientaron hizo creer a los agentes políticos que las habían movilizado (movimientos sociales, ONG, nuevos partidos) que las podían llevar a cabo con éxito sin tocar el tercer eje de la dominación, el capitalismo. Incluso hubo una negligencia de lo que se fue llamando política de clase (distribución) a favor de las políticas de raza y sexo (reconocimiento). Esa convicción demostró ser fatal cuando cayó el régimen posterior a 1989. La dominación capitalista, reforzada por la legitimidad que ha ido creando durante estos años, se ha mostrado con facilidad contra las conquistas antirracistas y antisexistas en la búsqueda incesante de mayor acumulación y explotación. Y estas, desprovistas de la voluntad anticapitalista o separadas de las luchas anticapitalistas, están sintiendo muchas dificultades para resistir.
En estos años de interregno resulta evidente que la agenda implícita pretendía dar toda la prioridad al principio del mercado en la regulación de las sociedades modernas en detrimento del principio del Estado y del principio de la comunidad. A comienzos del siglo XX el principio de la comunidad había sido dejado en segundo plano en favor de la rivalidad que se instaló entonces entre los principios del Estado y del mercado. La relación entre ambos siempre fue muy tensa y contradictoria. La socialdemocracia y los derechos económicos y sociales significaron momentos de tregua en los conflictos más agudos entre los dos principios.
Dichos conflictos no derivaban de meras oposiciones teóricas. Derivaban de las luchas sociales de las clases trabajadoras que intentaban encontrar en el Estado el refugio mínimo contra las desigualdades y el despotismo generados por el principio del mercado. A partir de 1989, el neoliberalismo encontró el clima político adecuado para imponer el principio del mercado, contraponiendo su lógica a la lógica del principio del Estado, hasta entonces protegido.
La globalización neoliberal, la desregulación, la privatización, los tratados de libre comercio, el papel inflacionario del Banco Mundial y del FMI se fueron desarrollando paulatinamente para erosionar el principio del Estado, tanto retirándolo de la regulación social como convirtiendo esta en otra forma de regulación mercantil. Para ello fue necesaria una desnaturalización radical pero silenciosa de la democracia. Esta, que en el mejor de los casos había sido la encargada de gestionar las tensiones entre el principio del Estado y el principio del mercado, pasó a «usarse» para legitimar la superioridad del principio del mercado y, en el proceso, transformarse ella misma en un mercado (corrupción endémica, lobbies, financiación de partidos, etc.). El objetivo fue que el Estado pasara de Estado capitalista con contradicciones a Estado capitalista sin contradicciones. Las contradicciones pasarían a manifestarse en la sociedad, crisis sociales que serían resueltas como cuestiones policiales y no como cuestiones políticas.
La gran mayoría de las fueras de izquierda aceptaron este giro; no opusieron mucha resistencia o incluso se volvieron cómplices activas del mismo, lo que sucedió sobre todo en Europa. En la última fase de este periodo, algunos países de América Latina protagonizaron una resistencia significativa, tan significativa que no se pudo neutralizar por la monotonía de las relaciones económicas promovidas por el neoliberalismo global, ni fue tan solo el resultado de los errores propios cometidos por los gobiernos progresistas. Supuso la fuerte intervención del imperialismo estadounidense, que en la primera década de 2000 había aliviado la presión sobre los países latinoamericanos por estar profundamente implicado en Oriente Medio. Venezuela, Brasil y Argentina son quizá los casos más emblemáticos de esta situación. El imperialismo estadounidense ha cambiado entretanto su imagen y táctica. En vez de imponer dictaduras mediante la CIA y fuerzas militares, promueve y financia iniciativas de «democracia amiga del mercado» a través de organizaciones no gubernamentales libertarias y evangélicas y de desarrollo local; de protestas en la medida de lo posible pacíficas, pero con lemas ofensivos dirigidos contra las personalidades, los principios y las políticas de izquierda. En situaciones más tensas puede financiar acciones violentas que después, con la complicidad de los medios de comunicación nacionales e internacionales, se atribuyen a los gobiernos hostiles, o sea, a gobiernos hostiles a los intereses estadounidenses. Todo esto tutelado y financiado por la CIA, la embajada estadounidense en el país y el Departamento de Estado de Estados Unidos.
Así pues, vivimos un periodo de interregno. No sé si este interregno genera fenómenos mórbidos como el interregno famosamente analizado por Gramsci. Sin embargo, seguro que ha asumido características profundamente discordantes entre sí. En los últimos cinco años, la actividad política en diferentes países y regiones del mundo ha adquirido nuevos contornos y se ha traducido en manifestaciones sorprendentes o desconcertantes. He aquí una selección posible: el agravamiento sin precedentes de la desigualdad social; la intensificación de la dominación capitalista, colonialista (racismo, xenofobia, islamofobia) y heteropatriarcal (sexismo) traducida en lo que llamo fascismo social en sus diferentes formas (fascismo del apartheid social, fascismo contractual, fascismo territorial, fascismo financiero, fascismo de la inseguridad); el resurgimiento del colonialismo interno en Europa con un país dominante, Alemania, aprovechándose de la crisis financiera para transformar los países del Sur en una especie de protectorado informal, especialmente flagrante en el caso de Grecia; el golpe judicial-parlamentario contra la presidenta Dilma Rousseff, un golpe continuado con el impedimento de la candidatura de Lula da Silva a las elecciones presidenciales de 2018; la salida unilateral del Reino Unido de la Unión Europea; la renuncia a las armas por parte de la guerrilla colombiana y el conturbado inicio del proceso de paz; el colapso o crisis grave del bipartidismo centrista en varios países, como Francia, España, Italia y Alemania; el surgimiento de partidos de nuevo tipo a partir de movimientos sociales o movilizaciones antipolítica, como Podemos en España, el Movimiento Cinco Estrellas en Italia y el Partido del Hombre Común (AAP) en la India; la constitución de un gobierno de izquierda en Portugal basada en un entendimiento sin precedentes entre diferentes partidos de izquierda; la elección presidencial de hombres de negocios multimillonarios con muy poca o nula experiencia política resueltos a destruir la protección social que los Estados han garantizado a las clases sociales más vulnerables, independientemente de si es Macri en Argentina o Trump en Estados Unidos; el resurgimiento de la extrema derecha en Europa con su tradicional nacionalismo de derecha, pero sorprendentemente portadora de la agenda de las políticas sociales que la socialdemocracia había abandonado, con la reserva de que ahora solo valen para «nosotros» y no para «ellos» (inmigrantes, refugiados); la infiltración de comportamientos fascistizantes en gobiernos democráticamente elegidos, como, por ejemplo, en la India del Partido Popular Indio (BJP) y el presidente Modi, en las Filipinas de Duterte, en los Estados Unidos de Trump, en la Polonia e Kaczynski, en la Hungría de Orbán, en la Rusia de Putin, en la Turquía de Erdogan, en el México de Peña Nieto; la intensificación del terrorismo yihadista, que se proclama islámico; la mayor visibilidad de manifestaciones de identidad nacional, de pueblos sin Estado, de nacionalismos de derecha en Suiza y Austria, de nacionalismos con fuertes componentes de izquierda en España (Cataluña, pero también en el País Vasco, Galicia y Andalucía) y Nueva Zelanda, y de nacionalismos de los pueblos indígenas de las Américas que se niegan a encajar en la dicotomía izquierda/derecha; el colapso, debido a una combinación de errores propios e interferencia grave del imperialismo estadounidense, de gobiernos progresistas que procuraban combinar el desarrollo capitalista con la mejora del nivel de vida de las clases populares, en Brasil, Argentina y Venezuela; la agresividad sin parangón en la gravedad y la impunidad de la ocupación de Palestina por el Estado colonial de Israel; las profundas transformaciones internas combinadas con la estabilidad (por lo menos aparente) en países que durante mucho tiempo habían simbolizado las más avanzadas conquistas de las políticas de izquierda, como China, Vietnam y Cuba.
El significado histórico de este interregno
Esta lista deja fuera los problemas sociales, económicos y ecológicos que quizá más preocupen a los demócratas en todo el mundo. Al mismo tiempo, no menciona la violencia familiar, urbana y rural o la proliferación de las guerras no declaradas, embargos no declarados, el terrorismo y el terrorismo de Estado que están destruyendo a pueblos enteros (Palestina, Libia, Siria, Afganistán, Yemen) y la convivencia pacífica en general, la transformación del trabajo en una mercancía como otra cualquiera, los llamamientos al consumismo, al individualismo y a la competitividad sin límites, ideologías con las que muchas fuerzas de izquierda han sido muy complacientes o aceptan como algo inevitable, lo que acaba por significar lo mismo.
En este sentido, esta es una lista de síntomas y no de causas. Aun así, me sirve para mostrar las características principales del interregno en el que nos encontramos:
Si bien el capitalismo es un sistema globalizado desde su inicio, el ámbito y las características internas de la globalización han variado a lo largo de los siglos. Para referirme tan solo al mundo contemporáneo, podemos decir que desde 1860 el mundo se encuentra en un proceso particularmente acelerado de interdependencia global, un proceso atravesado por contradicciones internas, como es propio del capitalismo, muy desigual y con discontinuidades significativas. El concepto de interregno pretende precisamente dar cuenta de los procesos de ruptura y de transición. Los periodos de más intensa globalización tienden a coincidir con periodos de gran rentabilidad del capital (ligada a grandes innovaciones tecnológicas) y con la hegemonía inequívoca (sobre todo económica, pero también política y militar) de un país. A estos periodos les han seguido etapas de gran inestabilidad política y económica y de creciente rivalidad entre los países centrales.
El primer periodo de globalización contemporánea ocurrió entre 1860 y 1914. Reino Unido fue el país hegemónico y la segunda Revolución Industrial y el colonialismo fueron sus principales características. A este le siguió un periodo de más acentuada rivalidad entre los países centrales del que resultaron dos guerras mundiales en las que murieron 78 millones de personas. El segundo periodo ocurrió entre 1944 y 1971. Estados Unidos fue el país hegemónico y sus principales características fueron la tercera Revolución Industrial (informática), la Guerra Fría, la coexistencia de dos modelos de desarrollo (el modelo capitalista y el socialista, ambos con varias versiones), el fin del colonialismo y una nueva fase de imperialismo y neocolonialismo. Se siguió un periodo de creciente rivalidad del que resultó el colapso del socialismo soviético y el fin de la Guerra Fría. A partir de 1989 entramos en un tercer periodo de globalización cuya crisis está dando lugar al interregno en el que nos encontramos. Fue un periodo de dominación más multilateral con la Unión Europea y China disputándose la hegemonía de Estados Unidos conquistada en el periodo anterior. Se caracterizó por la cuarta Revolución Industrial (la microelectrónica y, de manera creciente, la genética y la robotización) y sus características más innovadoras fueron, por un lado, someter por primera vez virtualmente el mundo entero al mismo modelo de desarrollo hegemónico (el capitalismo en su versión neoliberal) y, por otro, transformar la democracia liberal en el único sistema político legítimo e imponerlo en todo el mundo.
La fase de interregno en la que nos encontramos está relacionada con la evolución más reciente de estas características. Todas las facetas de esta fase están vigentes, pero dan muestras de gran desestabilización. Una mayor rivalidad entre dos potencias imperiales, Estados Unidos y China, apoyándose en satélites importantes, la UE en el caso de Estados Unidos y Rusia en el caso de China; un desequilibrio cada vez más evidente entre el poderío militar de Estados Unidos y su poder económico con nuevas amenazas de guerra incluyendo la guerra nuclear y una carrera armamentista; la imposibilidad de revertir la globalización dada la profunda interdependencia (bien evidente en la crisis del proceso Brexit) combinada con la lucha por nuevas condiciones de llamado comercio libre en el caso de Estados Unidos; una crisis de rentabilidad del capital que provoca una larga depresión (no resuelta tras la crisis financiera de 2008 aún en curso) y que se manifiesta de dos formas principales: la degradación de los ingresos salariales en los países centrales y en los semiperiféricos, combinada con un ataque global a las clases medias (una realidad que sociológicamente varía mucho de país a país) y una carrera sin precedentes por los llamados recursos naturales, con las consecuencias fatales que esto crea para las poblaciones campesinas y los pueblos indígenas, así como para los ya precarios equilibrios ecológicos.
Entre las características de este interregno dos son particularmente decisivas para las fuerzas de izquierda y revelan bien la tensión en la que se encuentran entre la necesidad cada vez más urgente de unirse y las dificultades nuevas y sin precedentes con respecto a la satisfacción sostenida de tal necesidad. Se trata de dos pulsiones contradictorias que van en sentido contrario y que a mi entender solo pueden gestionarse a través de un cuidadoso manejo de las escalas de tiempo. Veamos cada una de ellas:
- En lo que se refiere a la universalización de la democracia liberal, las fuerzas de izquierda deben partir de la siguiente comprobación. La democracia liberal nunca ha tenido la capacidad de defenderse de los antidemócratas y de los fascistas bajo sus innumerables disfraces; pero actualmente lo que más sorprende no es esa incapacidad, sino más bien los procesos de incapacitación impulsados por una fuerza transnacional altamente poderosa e intrínsecamente antidemocrática, el neoliberalismo (capitalismo como civilización de mercado, de concentración y de ostentación de la riqueza), cada vez más hermanado con el predominio del capital financiero global, al que he llamado «fascismo financiero», y acompañado por un cortejo impresionante de intuiciones transnacionales, grupos de presión y medios de comunicación. Estos nuevos (de hecho, viejos) enemigos de la democracia no quieren sustituirla por una dictadura, más bien buscan hacer que pierda su carácter hasta tal punto que se transforme en la reproductora más dócil y en la voz más legitimadora de sus intereses.
Esta verificación convoca con urgencia la necesidad de que las izquierdas se unan para salvaguardar el único campo político en el que hoy admiten luchar por el poder: el campo democrático.
- A su vez, nos encontramos ante el ataque generalizado a los ingresos salariales, a las organizaciones obreras y a las formas de concertación social con la consiguiente transformación de las reivindicaciones sociales en una cuestión policial; ante la crisis ambiental cada vez más grave e irreversible agravada por la lucha desesperada por el acceso al petróleo, que implica la destrucción de países como Irak, Siria y Libia y mañana tal vez Irán y Venezuela; y ante el recrudecimiento, para muchos y muchas sorprendente, del racismo, el sexismo y el heterosexismo. Todas estas características apuntan a una condición de irreversible contradicción entre el capitalismo y la democracia, incluso la democracia de baja intensidad que la democracia liberal siempre ha sido.
Ahora bien, siendo cierto que las izquierdas están desde hace mucho tiempo divididas entre las que creen en la regeneración del capitalismo, de un capitalismo de rostro humano, y las izquierdas que están convencidas de que el capitalismo es intrínsecamente inhumano y por tanto irreformable, no será fácil imaginar que se unan de forma sostenida. Pienso que una sabiduría pragmática que sepa distinguir entre el corto y el largo plazo, pero manteniéndolos en el debate, puede ayudar a resolver esta tensión. Este texto se centra en el corto plazo, pero no quiere perder de vista el medio y el largo plazo.
Las fuerzas de izquierda ante el nuevo interregno
La lista de fenómenos, en apariencia anómalos, que he mencionado anteriormente ilustra cómo el movimiento dominante de erosión de la democracia se está viendo contrariado por fuerzas sociales de señal política opuesta, aunque con frecuencia apoyadas sobre las mismas bases sociales de clase. Bajo la forma del populismo, nuevas y viejas fuerzas de derecha y de extrema derecha buscan crear refugios en los que poder defender «su» democracia y sus derechos de los apetitos de extraños, sean estos inmigrantes, refugiados o grupos sociales «inferiores», declarados así debido a la raza, la etnia, el sexo, la sexualidad o la religión. No defienden la dictadura; al contrario, declaran defender la democracia al poner de relieve el valor moral de la voluntad del pueblo, reservando para ellos, como es obvio, el derecho de definir quién forma parte del «pueblo». Como la voluntad del pueblo es un imperativo ético que no se discute, la supuesta defensa de la democracia opera a través de prácticas autoritarias y antidemocráticas. Esta es la esencia del populismo. Hablar de populismo de izquierda es uno de los errores más perniciosos de alguna teoría política crítica de los últimos años.
A su vez, nuevas y viejas fuerzas políticas de izquierda se proponen defender la democracia contra los límites y las perversiones de la democracia representativa, liberal. En este texto me centro en ellas. Dichas fuerzas intentan democratizar la democracia, reforzándola para poder resistir a los instintos más agresivos del neoliberalismo y del capital financiero. Esa defensa ha asumido varias formas en diferentes contextos y regiones del mundo. Las principales son las siguientes: nacimiento de nuevos partidos de izquierda y a veces de partidos de nuevo tipo, con una relación con la ciudadanía o con movimientos populares diferente y más intensa de la que ha sido característica de los viejos partidos de izquierda; rupturas profundas en el seno de los viejos partidos de izquierda, tanto en lo que respecta a programas como a liderazgos; surgimiento de movimientos de ciudadanía o de grupos sociales excluidos, algunos que perduran y otros efímeros, que se posicionan fuera de la lógica de la política partidaria y, por tanto, del marco de la democracia liberal; protestas, marchas, huelgas en defensa de los derechos económicos y sociales; adopción de procesos de articulación entre la democracia representativa y la democracia participativa en el interior de los partidos o en los campos de gestión política en los que intervienen, sobre todo a escala municipal; reivindicación de revisiones constitucionales o de asambleas constituyentes originarias para fortalecer las instituciones democráticas y blindarlas contra las acciones de sus enemigos; llamamiento a la necesidad de romper con las divisiones del pasado y buscar articulaciones entre las diferentes familias de izquierda con el fin de volver más unitaria y eficaz la lucha contra las fuerzas antidemocráticas.
Tras apreciar esta lista es fácil concluir que este periodo de interregno está provocando un fuerte cuestionamiento de las teorías y las prácticas de izquierda que han predominado durante los últimos cincuenta años. El cuestionamiento asume las formas más diversas, pero, pese a ello, se pueden identificar algunos rasgos comunes.
El primero es que el horizonte emancipador ha dejado de ser el socialismo para ser la democracia, los derechos humanos, la dignidad, el posneoliberalismo, el poscapitalismo, un horizonte simultáneamente más impreciso y más diverso. Lo que pasa es que, treinta años después de la caída del Muro de Berlín, este horizonte está tan desacreditado como el horizonte socialista. La democracia liberal es hoy en muchos países una imposición del imperialismo y los derechos humanos solo se invocan para liquidar gobiernos que resisten al imperialismo.
En segundo lugar, el carácter de las luchas y las reivindicaciones es, en general, un carácter defensivo, es decir, que pretende defender lo que se ha conquistado, por poco que haya sido, en vez de luchar por reivindicaciones más avanzadas en la confrontación con el orden capitalista, colonialista y patriarcal vigente. En vez de las guerras de movimiento y de las guerras de posición, como caracterizó Gramsci las principales estrategias obreras, prevalecen las guerras de trinchera, de líneas rojas que no se pueden traspasar. Las fuerzas que no aceptan esa lógica defensiva corren el riesgo de cargar con la marginación y la autonomía, que, cuanto más circunscrita se presenta a escala territorial o social, mayor es.
En tercer lugar, al no haber sido totalmente proscrita, la democracia obliga a que las fuerzas de izquierda se posicionen en el marco democrático, por más que el régimen democrático esté desacreditado. Este posicionamiento podría implicar el rechazo a participar en el juego democrático, pero el coste es alto tanto si se participa (ninguna posibilidad de ganar) como si no se participa (marginación). Este dilema se siente especialmente en los periodos preelectorales.
Entre las varias estrategias que he mencionado antes, las que al mismo tiempo ilustran mejor las dificultades a la hora de actuar políticamente en un contexto defensivo y de transformar tales dificultades en una oportunidad para formular proyectos alternativos de lucha política son las propuestas de articulación o unidad entre las diferentes fuerzas de izquierda. Cabe añadir que estas propuestas están siendo discutidas en varios países en los que en 2018 se realizarán elecciones. Precisamente, los procesos electorales son la máxima prueba de viabilidad para este tipo de propuestas. Por todos estos motivos, me voy a centrar en ellas y voy a empezar por referir un caso concreto a modo de ejemplo.
Dos notas previas. La primera se puede formular en dos preguntas. ¿Realmente son de izquierda todas las fuerzas políticas que se consideran de izquierda? La respuesta a esta pregunta no es fácil, puesto que, más allá de ciertos principios generales (identificados en los libros que he mencionado en la nota 1), la caracterización de una determinada fuerza política depende de los contextos específicos en los que esta actúa. Por ejemplo, en Estados Unidos se considera de izquierda o de centroizquierda el Partido Demócrata, pero dudo que lo sea en cualquier otro país. Históricamente, uno de los debates más encendidos en el seno de la izquierda ha sido precisamente la definición de lo que se considera ser de izquierda. La segunda pregunta se puede formular así: ¿cómo distinguir entre fuerzas de izquierda y políticas de izquierda? En principio, se debería pensar que lo que hace que una fuerza política sea de izquierda es el hecho de defender y aplicar políticas de izquierda. Sin embargo, sabemos que la realidad es otra. Por ejemplo, considero el partido griego Syriza un partido de izquierda, pero con el mismo grado de convicción pienso que las políticas que ha venido aplicando en Grecia son de derecha. Por tanto, la segunda pregunta induce a una tercera: ¿durante cuánto tiempo y con qué consistencia se puede mantener tal incongruencia sin que deje de ser legítimo pensar que la fuerza de izquierda en cuestión ha dejado de serlo?
La segunda nota previa está relacionada con la necesidad de analizar el nuevo impulso de articulación o unidad entre las fuerzas de izquierda a la luz de otros impulsos del pasado. ¿El impulso actual debe interpretarse como algo que indica la voluntad de renovación de las fuerzas de izquierda o al contrario? La verdad es que la renovación de la izquierda siempre se ha pensado, por lo menos desde 1914, desde la falta de unión de las izquierdas. A su vez, la unidad siempre se ha tratado desde el encubrimiento o incluso el rechazo de la renovación de la izquierda y la justificación para ello ha estado siempre relacionada con el peligro de la dictadura. ¿Acaso el impulso de articulación o unidad actual, aunque motivado por el peligro inminente del colapso de la democracia, puede significar, al contrario que en los casos anteriores, una voluntad de renovación?
La articulación entre fuerzas de izquierda. El caso portugués
El Gobierno que inició su andadura en Portugal a finales de 2015 es pionero en cuanto a la articulación entre varios partidos de izquierda, un gobierno del Partido Socialista con el apoyo parlamentario de dos partidos de izquierda, el Bloco de Esquerda [Bloque de Izquierda] y el Partido Comunista Portugués. Es poco conocido internacionalmente, no solo porque Portugal es un país pequeño, cuyos procesos políticos pocas veces forman parte de la actualidad política internacional, sino porque, sobre todo, representa una solución política que va contra los intereses de los dos grandes enemigos globales de la democracia que hoy dominan los medios de comunicación —el neoliberalismo y el capital financiero global—.
Conviene recapitular. Desde la Revolución del 25 de abril de 1974, los portugueses han votado con frecuencia mayoritariamente partidos de izquierda, pero han sido gobernados por partidos de derecha o por el Partido Socialista a solas o en coalición con partidos de derecha. Los partidos de derecha se presentaban a las elecciones solos o en coalición, mientras que los partidos de izquierda, en la lógica de una larga trayectoria histórica, se presentaban divididos por diferencias aparentemente insuperables. En octubre de 2015 ocurrió lo mismo. Solo que en esa ocasión, en un gesto de innovación política que quedará en los anales de la democracia europea, los tres partidos de izquierda (Partido Socialista, Bloco de Esquerda y Partido Comunista Portugués) resolvieron entrar en negociaciones para buscar una articulación de incidencia parlamentaria que viabilizara un gobierno de izquierda liderado por uno de esos partidos, el que tuvo más votos, el Partido Socialista. Con negociaciones separadas entre este partido y los otros dos (debido a las desconfianzas recíprocas iniciales), fue posible llegar a acuerdos de gobierno que viabilizaron un gobierno de izquierda sin precedentes en la Europa de las últimas décadas.
La innovación de estos acuerdos se basó en varias premisas: 1) los acuerdos eran limitados y pragmáticos, se centraban en pequeños denominadores comunes con el objetivo de hacer posible un gobierno que frenara la continuación de las políticas de empobrecimiento de los portugueses que los partidos de la derecha neoliberal habían aplicado en el país; 2) los partidos mantenían celosamente su identidad programática, sus banderas y aclaraban que los acuerdos no las ponían en riesgo, porque la respuesta a la coyuntura política no exigía reconsiderarla, y mucho menos abandonarla; 3) el gobierno debería ser coherente y, para ello, debería ser de la responsabilidad de un solo partido, y el apoyo parlamentario garantizaría su estabilidad; 4) los acuerdos se celebrarían de buena fe y tendrían un seguimiento, en el que las partes los comprobarían de manera regular. Los textos de los acuerdos constituyen modelos de contención política y detallan hasta el detalle los términos acordados. Las medidas acordadas tenían, básicamente, dos grandes objetivos políticos: parar el empobrecimiento de los portugueses, reponiendo los ingresos de los trabajadores y los pensionistas según la escala de ingresos, y frenar las privatizaciones que, como todas las que ocurren bajo los auspicios del neoliberalismo y del capital financiero global, son actos de «privatería»2. Los acuerdos se negociaron con éxito y el Gobierno tomó posesión en un ambiente políticamente hostil del presidente de la República de entonces, de la Comisión Europea y de las agencias financieras, todos fieles servidores de la ortodoxia neoliberal.
Poco a poco, la política desarrollada en cumplimiento de los acuerdos fue dando resultados, para muchos, sorprendentes, y pasado algún tiempo muchos de los detractores del gobierno no tenían más remedio que admitir su equivocación ante los números del crecimiento de la economía, de la bajada de la tasa de paro, de la mejora general de la imagen del país, finalmente ratificada por las agencias de calificación de crédito, y con los títulos portugueses pasando del nivel bono basura al nivel inversión. El significado de todo esto podría resumirse en lo siguiente: realizando políticas opuestas a las recetas neoliberales se obtienen los resultados que tales recetas siempre anuncian y nunca consiguen, y eso es posible sin aumentar el sufrimiento y el empobrecimiento de los portugueses. Más bien al contrario, reduciéndolos. De una manera mucho más directa, el significado de esta innovación política es mostrar que el neoliberalismo es una mentira, y que su único y verdadero objetivo es acelerar como sea la concentración de la riqueza bajo los auspicios del capital financiero global.
Es evidente que la derecha neoliberal nacional e internacional está en desacuerdo con este propósito e intentará acabar con esta solución política, en lo que, por ahora, tiene como aliada la derecha, que nunca se ha vuelto a ver en los «excesos» del neoliberalismo y que quiere volver al poder. Ahora, la forma más benevolente del inconformismo surge como un aparente elogio, que se formula así: «Esta solución política durará toda la presente legislatura». Para los más perspicaces, esto significa estabilidad a plazos, como si se dijera a las izquierdas (y a los portugueses que se vuelven a ver en ellas): «Estuvo bien, pero se acabó». A esas fuerzas y a los portugueses les compete contraponer a lo expresado con un «Queremos más», y actuar en conformidad.
¿Cuál es el significado más global de esta innovación política? Once tesis para articulaciones limitadas entre fuerzas políticas de izquierda
En este ámbito, como en muchos otros, no hay lugar para copias mecánicas de soluciones. Las izquierdas pueden y deben aprender de las experiencias globales, pero tienen que encontrar las soluciones que se adapten a sus condiciones y su contexto. De hecho, hay factores que son únicos y facilitan soluciones que en otros contextos son inevitables o, por lo menos, mucho más difíciles. Daré algunos ejemplos más adelante. Con estas cautelas, la experiencia portuguesa tiene un significado que trasciende al país, independientemente de lo que acabe por ocurrir en el futuro. Ese significado puede resumirse en las siguientes tesis:
1) Las articulaciones entre partidos de izquierda pueden ser de varios tipos. Sobre todo, pueden derivar de acuerdos preelectorales o acuerdos parlamentarios. Pueden implicar participación en el gobierno o solo apoyo parlamentario. Siempre que los partidos parten de posiciones ideológicas muy diferentes, y si no hay otros factores que recomienden lo contrario, es preferible optar por acuerdos poselectorales (porque se dan después de medir pesos relativos) y acuerdos de incidencia parlamentaria (porque minimizan los riesgos de los socios minoritarios y permiten que las divergencias sean más visibles y dispongan de sistemas de alerta conocidos por los ciudadanos).
2) Las soluciones políticas de riesgo presuponen liderazgos con visión política y capacidad para negociar. En el caso portugués, todos los líderes implicados tienen esa característica. De hecho, el primer ministro, había intentado puntualmente políticas de articulación de izquierda en los años en los que fue alcalde del Ayuntamiento de Lisboa. Sin embargo, la articulación más consistente entre fuerzas de izquierda la protagonizó Jorge
Sampaio, también del Partido Socialista, como alcalde de Lisboa que acabaría por ser presidente de la República entre 1996 y 2006. Y no podemos olvidarnos de que el fundador del Partido Socialista portugués, Mário Soares, en la fase final de su vida política, había abogado por este tipo de políticas, algo que, por ejemplo, es difícil de imaginar en España, donde el que fuera líder histórico del PSOE, Felipe González, se ha ido inclinando hacia la derecha con el paso de los años y se ha manifestado siempre contra cualquier entendimiento entre las izquierdas.
3) Las soluciones innovadoras y de riesgo no pueden salir solo de las cabezas de los líderes políticos. Es necesario consultar a las «bases» del partido y dejarse movilizar por las inquietudes y aspiraciones que manifiestan.
4) La articulación entre fuerzas de izquierda solo es posible cuando se comparte la voluntad de no articularse con fuerzas de derecha o de centroderecha. Sin una fuerte identidad de izquierda, el partido o fuerza de izquierda en que dicha identidad sea débil siempre será un socio vacilante, capaz de abandonar la coalición en cualquier momento. Hoy en día, la idea de centro es particularmente peligrosa para la izquierda, porque, como espectro político, se ha desplazado a la derecha por presión del neoliberalismo y del capital financiero. El centro tiende a ser centroderecha, incluso cuando afirma ser centroizquierda. Es crucial distinguir entre una política moderada de izquierda y una política de centroizquierda. La primera puede ser el resultado de un acuerdo coyuntural entre fuerzas de izquierda, mientras que la segunda es el resultado de articulaciones con la derecha que suponen complicidades mayores que hacen que pierda su carácter de política de izquierda.
En este campo, la solución portuguesa invita a una reflexión más profunda. Aunque sea una articulación entre fuerzas de izquierda y yo considere que configura una política moderada de izquierda, la verdad es que contiene, por acción u omisión, algunas opciones que implican ceder gravemente a los intereses que normalmente defiende la derecha. Por ejemplo, en los campos del derecho al trabajo y de la política sanitaria. Todo lleva a creer que la prueba para comprobar la voluntad real de garantizar la sostenibilidad de la unidad de las izquierdas está en lo que se decida en estas áreas en un futuro cercano.
5) No hay articulación o unidad sin programa y sin sistemas de consultas y de alerta que evalúen regularmente su cumplimiento. Pasar cheques en blanco a cualquier líder político en el interior de una coalición de izquierda es una invitación al desastre.
6) Cuanto más compartido sea el diagnóstico de que estamos en un periodo de luchas defensivas, un periodo en el que la democracia, incluso la de baja intensidad, corre un serio riesgo de ser duramente secuestrada por fuerzas antidemocráticas y fascistizantes, más viable será la articulación. Aunque la democracia no se colapse totalmente, la actividad política opositora de las fuerzas de izquierda en su conjunto puede correr serios riesgos de sufrir fuertes limitaciones, e incluso ser ilegalizada.
7) La disputa electoral tiene que tener un mínimo de credibilidad. Para ello debe basarse en un sistema electoral que garantice la certeza de los procesos electorales para que los resultados de la disputa electoral sean inciertos.
8) La voluntad de converger nunca puede neutralizar la posibilidad de divergir. Según los contextos y las condiciones, puede ser tan fundamental converger como divergir. Incluso durante la vigencia de las coaliciones, las diferentes fuerzas de izquierda deben mantener canales de divergencia constructiva. Cuando esta deje de ser constructiva, significará que se aproxima el fin de la coalición.
9) En un contexto mediático y comunicacional hostil a las políticas de izquierda, en un contexto en el que proliferan las noticias falsas, las redes sociales pueden potenciar la intriga y la desconfianza y los soundbites [piezas de audio] cuentan más que los contenidos y las argumentaciones, es decisivo que haya canales de comunicación constantes y eficaces entre los socios de la coalición y que se aclaren pronto los malentendidos.
10) No hay que olvidar los límites de los acuerdos, tanto para no crear expectativas exageradas como para saber avanzar hacia otros acuerdos o para romper los existentes cuando las condiciones permitan políticas más avanzadas. En el caso portugués, los detallados acuerdos entre los tres partidos revelan bien el carácter defensivo y limitado de las políticas acordadas. En el día a día, la Unión Europea, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo transmiten las imposiciones del neoliberalismo global. La respuesta de los partidos de izquierda portugueses debe valorarse a la luz de la violenta respuesta de estas instituciones europeas a las políticas iniciales del partido Syriza en Grecia. La solución portuguesa pretendió crear un espacio de maniobra mínimo en un contexto que constituía una ventana de oportunidad. Recurriendo a una metáfora, la solución portuguesa permitió a la sociedad portuguesa respirar. Ahora bien, respirar no es lo mismo que florecer; tan solo es lo mismo que sobrevivir.
11) En el contexto actual de asfixiante adoctrinamiento neoliberal, la construcción y la implementación de alternativas, por más limitadas que sean, tienen, cuando se realizan con éxito, además del impacto concreto y beneficioso en la vida de los ciudadanos, un efecto simbólico decisivo que consiste en deshacer el mito de que los partidos de izquierda-izquierda solo sirven para protestar y no saben negociar y mucho menos asumir las complejas responsabilidades de gobernar. Las fuerzas conservadoras han alimentado este mito a lo largo de décadas con la complicidad de grandes medios de comunicación y actualmente cuentan también con el apoyo del poder disciplinario global que el neoliberalismo ha adquirido en las últimas décadas.
Algunos escenarios inciertos para la articulación de las fuerzas de izquierda
En los últimos tiempos, la cuestión de la articulación entre fuerzas de izquierda se ha discutido en diferentes países y los contextos en los que ha habido la discusión son reveladores de los numerosos obstáculos que habría que superar para que dicha articulación fuera posible o deseable. En algunos casos resulta muy claro que tales obstáculos son a corto o medio plazo infranqueables. Las discusiones tienden a tener lugar sobre todo en periodos preelectorales. Me limitaré a ilustrar los diferentes obstáculos y los bloqueos que los diferentes contextos revelan y, a la luz de ellos, lo que tendría que cambiar para que esa articulación fuera posible y deseable.
A continuación, voy a analizar brevemente cuatro de esos contextos: Brasil, Colombia, México y España. En los tres primeros países habrá elecciones en 2018. Cada uno de estos países ilustra un obstáculo específico para la construcción de coaliciones que hagan posible gobiernos de izquierda con programas de izquierda. De hecho, este ejercicio puede hacerse con otros países, tanto para ilustrar estos obstáculos como para ilustrar otros que, en ese caso, deberán definirse. Si este ejercicio por fuerza colectivo se hace en un número suficientemente grande de países en diferentes regiones del mundo, será posible tener una idea de conjunto de los obstáculos que se deben superar y de los caminos para hacerlo. Con esta base sería posible imaginar una nueva internacional de izquierdas. Es evidente que, en muchos países, los debates políticos no se formulan como debates entre izquierda y derecha y, en otros, los propios debates están prohibidos por regímenes autoritarios. En el primer caso, las fuerzas políticas que luchan democráticamente contra el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado, sin preocuparse por las etiquetas, podrían estar interesadas en la nueva internacional. Los nombres con los que se designan las diferencias son menos importantes que las diferencias en sí y las maneras de debatir sobre ellas. En el segundo caso, las fuerzas que clandestinamente luchan por la democracia también podrían estar interesadas en la nueva internacional.
Brasil: la fractura del desgaste de gobernar
El golpe judicial-parlamentario de la destitución de la presidenta Rousseff y la operación Lava Jato, con el apoyo activo del imperialismo estadounidense, tuvieron como objetivo debilitar las fuerzas de izquierda que habían gobernado el país en los últimos trece años, y lo lograron. Y lo lograron con tanto empeño que Brasil está retrocediendo a mucho antes de 2003, cuando comenzó la primera legislatura del presidente Lula da Silva. La caricatura del Brasil real en la que se ha transformado el Congreso con el actual sistema electoral y la cada vez más abusiva judicialización de la política han provocado que el sistema político brasileño haya entrado en tal desequilibrio que configura una situación de bifurcación: los próximos pasos pueden reestablecer la normalidad democrática o, por el contrario, profundizar de modo irreversible el vértigo fascistizante en el que se encuentra.3
Las principales fuerzas de la izquierda partidaria en Brasil son el PT (Partido de los Trabajadores), el PDT (Partido Democrático Laborista), el PSB (Partido Socialista Brasileño), el PCdoB (Partido Comunista de Brasil) y el PSOL (Partido Socialismo y Libertad). La agresividad con la que el Gobierno ilegítimo de Michel Temer ha desmantelado los logros de la inclusión social de los últimos trece años parece indicar que este vértigo conservador solo se puede parar con el rápido regreso de la izquierda al poder. Ni siquiera se puede confiar en que una fuerza de centroderecha, con alguna consciencia social, pueda invertir ese proceso y rescatar algunos de los logros de la inclusión social recientes. Dicha fuerza o no existe o no tiene el poder político suficiente como para imponer tal agenda. Entre muchas otras cuestiones que la coyuntura brasileña suscita en este momento, me refiero a la que es relevante para el análisis que me propongo hacer en este texto. ¿Puede la izquierda volver al poder en Brasil a corto plazo y, si es posible, en qué condiciones es deseable que lo haga? ¿Para que la izquierda regrese al poder, es necesaria la unidad o la articulación entre varios partidos de izquierda?
Una cuestión previa a la respuesta a estas cuestiones es la de saber cómo evolucionará el entendimiento entre las diferentes fuerzas de derecha. En este campo, lo que distingue Brasil de otros países analizados en este texto es la división entre las diferentes fuerzas de derecha. Es posible que su instinto de poder las lleve a un entendimiento a corto plazo. En cualquier caso, lo que suceda con las fuerzas de derecha seguro que tendrá un impacto en las fuerzas de izquierda. Para responder a las cuestiones de la unidad o la articulación entre las diferentes fuerzas de izquierda, el primer factor a tener en cuenta es que la izquierda, a través del PT, estuvo en el poder durante los últimos trece años, algo que no pasó en ninguno de los otros países. No pongo en duda aquí que el PT sea un partido de izquierda ni que muchas de las políticas que ha llevado a cabo sean políticas de izquierda. Como sabemos, fue un Gobierno formado gracias a la alianza del PT con partidos de la derecha, sobre todo con el PMDB (Partido del Movimiento Democrático Brasileño), al que pertenece el actual presidente, Michel Temer.
Para el tema tratado aquí son particularmente relevantes los siguientes factores. El primero es que el gobierno del PT fue cuestionado por otros partidos de izquierda, precisamente por ser un gobierno de alianzas con la derecha. El segundo es que en Brasil es particularmente importante considerar la fuerza de movimientos populares, no formalmente afiliados a ningún partido de izquierda. Tras la crisis política de 2015, se formaron dos grandes frentes de movimientos populares, el Frente Brasil Popular y el Frente Pueblo Sin Miedo, con sensibilidades de izquierda distintas; el primero coincide más con el PT, mientras que el segundo está más abierto a la idea de alianzas entre diferentes partidos de izquierda. El tercer factor es que las fuerzas de derecha (el Gobierno ilegítimo, los grandes medios de comunicación, la fracción dominante del poder judicial y el imperialismo estadounidense) están resueltos a impedir por todos los medios (ya hemos visto que tales medios no tienen por qué ser democráticos) que la izquierda vuelva al poder, por lo menos antes de que el proceso de contrarreforma se haya consolidado. Por ejemplo, la reforma de la previsión social4 parece un objetivo difícil de alcanzar, pero esto puede ser una de las ilusiones en las que los periodos preelectorales son fértiles.
Para la derecha, el mayor obstáculo al que se enfrenta ese designio es la candidatura del expresidente Lula, puesto que está convencida de que no hay otros candidatos de izquierda que puedan protagonizar una candidatura ganadora. El cuarto factor es el hecho de que las políticas que los gobiernos del PT llevaron a cabo entre 2003 y 2016 permitieron crear la ilusión de que eran generadoras de una gran conciliación nacional en una sociedad atravesada por profundas divisiones de clase, raza y sexo. Esto fue posible porque el contexto internacional permitió un crecimiento económico que hizo que 50 millones de brasileños se volvieran menos pobres sin que los ricos dejaran de seguir enriqueciéndose. De hecho, en esos años, la desigualdad social se agravó. Cuando el contexto internacional cambió (la trayectoria descendente del ciclo de las commodities), este modelo entró en crisis. La manera de gestionarse mostró trágicamente que no había habido conciliación. Las clases dominantes y las fuerzas políticas a su servicio solo habían aumentado sus expectativas de enriquecimiento durante el periodo y tuvieron suficiente poder como para no verlas frustradas en el nuevo contexto. En un entorno más contrario a sus intereses pasaron al enfrentamiento más radical, la situación presente. Esto significa que las políticas que fueron la marca del gobierno del PT, sobre todo en los primeros diez años, han dejado de tener viabilidad alguna en el nuevo contexto. De hecho, los últimos años del gobierno de la presidenta Dilma Rousseff ya fueron años pos-Lula. Con o sin el presidente Lula, si la izquierda vuelve al poder, el gobierno será característicamente un gobierno pos-Lula.
A mi entender, estos son los principales factores que nos ayudan a contextualizar la eventual deseabilidad de articulación entre fuerzas de izquierda (entre partidos y entre movimientos) y las dificultades a las que esta se puede enfrentar. En este momento, se pueden identificar dos posiciones. La primera, defendida por los líderes del PT, preconiza la unidad de la izquierda bajo la hegemonía del PT. La segunda, defendida por otras fuerzas de izquierda y por sectores del PT situados más a la izquierda, aboga por el hecho de que la unidad se debe basar en un acuerdo entre diferentes fuerzas de izquierda sin la hegemonía de ninguna de ellas. Una variante de esta posición defiende que las diferentes fuerzas de izquierda deben, en un primer momento, expresar libremente su pluralidad y diversidad (medir fuerzas) y pactar la unidad o la articulación en un segundo momento (segunda vuelta de las elecciones presidenciales o alianzas poselectorales en el nuevo Congreso).
La primera posición cuenta con un candidato de lujo, Lula da Silva, que no para de subir en las encuestas. Sin embargo, mientras escribo estas líneas (enero de 2018) su futuro político es incierto. Por otro lado, esta posición puede, en el mejor de los casos, garantizar que una fuerza de izquierda llegue al poder, pero no puede garantizar que, una vez en el poder, dé seguimiento a una política de izquierda, es decir, una política que, incluso siendo moderada, no sea rehén de alianzas con la derecha que hagan que pierda su carácter. De hecho, dada la extraña naturaleza del sistema de partidos brasileño, puede darse la posibilidad de una fracción de centroderecha del PMDB se transfiera al PT y se presente con el candidato Lula a las elecciones presidenciales, conquistando así, por ejemplo, la vicepresidencia. En este caso, una chapa electoral5 del PT aparentemente homogénea contendría un componente significativo de centroderecha.
La segunda posición ha sido defendida dentro y fuera del PT. Dentro del PT, el portavoz más importante de esta posición es Tarso Genro, que fue uno de los ministros más importantes del Gobierno de Lula da Silva. Fue gobernador del estado de Rio Grande do Sul y alcalde de Porto Alegre en la época dorada de la articulación entre democracia representativa y democracia participativa (el presupuesto participativo). En declaraciones a la prensa del 14 de enero, afirma: «Defiendo que los demás partidos de izquierda presenten a sus candidatos y que Guilherme Boulos y Manuela D’Ávila [candidata del PCdoB] sean nuevos cuadros políticos, importantes para la reconfiguración de un nuevo frente político en el futuro, capaz de hegemonizar un gobierno de centroizquierda, de reformismo fuerte, como está ocurriendo o tendiendo a ocurrir en algunos países. No se sabe hasta dónde puede ir, por ejemplo, la experiencia portuguesa, e incluso cuánto puede durar, pero si no nos atrevemos a componer una izquierda plural, creativa y democrática, con un claro programa de transición de una economía liberal rentista a una economía con elevados índices de crecimiento, nuevas formas de inclusión social y a la vez productiva, el futuro de la izquierda será cada vez más incierto y defensivo». Curiosamente, si no me equivoco, esta es la primera vez que un líder político importante de Brasil se refiere a la articulación entre las fuerzas de izquierda en Portugal como un camino a tener en cuenta.
Esta segunda posición es, sin lugar a dudas, la más prometedora. Lo es tanto que permite dar visibilidad al único líder popular y de izquierda, sin contar con Lula da Silva, que Brasil ha conocido en los últimos cuarenta años. Se trata de Guilherme Boulos, joven líder del MTST (Movimiento de los Trabajadores Sin Techo) y del Frente Pueblo Sin Miedo.
La segunda posición, al contrario que la primera, excluye cualquier tipo de alianza con las fuerzas de derecha debido al desgaste del gobierno del PT en los últimos años y al golpe institucional que acabó por bloquear el proceso democrático,
Ante esto, parece que las izquierdas brasileñas están condenadas a articularse si quieren llegar al poder para realizar un programa de izquierda. Para que esto suceda, puede ser necesario que las izquierdas estén fuera del poder más tiempo de lo que uno se puede imaginar.
Colombia: la fractura de la lucha armada bajo la vigilancia del imperio
Colombia es otro país latinoamericano donde en 2018 habrá elecciones presidenciales y donde la cuestión de la articulación entre fuerzas de izquierda se plantea con especial intensidad. Tal como podía suceder en Portugal y puede ocurrir en Brasil, la falta de unidad puede significar que el país, independientemente del sentido global del voto de los colombianos, acabe siendo gobernado por una derecha neoliberal, hostil al proceso de paz y totalmente subordinado a los intereses continentales del imperialismo estadounidense.
Entre los factores que pueden volver inviable o condicionar fuertemente la articulación entre fuerzas de izquierda distingo dos: el proceso de paz y la injerencia del imperialismo estadounidense.
El proceso de paz6. Mientras escribo estas líneas (enero de 2018), el proceso de paz se encuentra en una perturbadora encrucijada. Después de que el Congreso lo refrendara (con modificaciones significativas respecto al que se había acordado en La Habana tras cinco años de negociaciones), el acuerdo entre el Gobierno y las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) empezó a aplicarse a lo largo de 2017, y lo que se puede decir de este periodo es que no hay muchas esperanzas de que este se cumpla. De hecho, la violencia paramilitar contra líderes sociales aumentó a lo largo del año y, en este momento, debemos sumar el asesinato de treinta exguerrilleros o sus familiares, además de más de un centenar de líderes sociales. Al mismo tiempo, se han iniciado las negociaciones de paz entre el Gobierno y el ELN (Ejército de Liberación Nacional de Colombia).
El acuerdo de La Habana es un documento digno de atención porque en él se identifican al detalle las condiciones para una paz democrática, es decir, una paz basada en la eliminación de las causas sociales, económicas y políticas que conllevaron el conflicto armado. El acuerdo era particularmente detallado con relación a la reforma política y la justicia transicional. Se admitía que el posconflicto colombiano surgía en un periodo de crisis del neoliberalismo y que solo tendría alguna viabilidad de transformarse en un proceso de paz genuino si, a contracorriente, pusiera el foco en consolidar y ampliar la democracia, es decir, haciendo hincapié en la convivencia democrática de baja intensidad actualmente vigente. Tras la fársica narrativa neoliberal —una farsa tan trágica para la mayoría de la población mundial— de que la democracia no tiene condiciones, el posconflicto se transformaría en un proceso de paz si aceptara discutir creativa y participativamente la cuestión de las condiciones sociales, económicas y culturales de la democracia.
Se puede decir que la paz democrática fue el proyecto explícito que orientó las negociaciones. Sin embargo, siempre estuvo subyacente a este un proyecto implícito al que he llamado paz neoliberal. Este proyecto no pretendía ninguna reforma política o económica y solo aspiraba al desarme de las fuerzas de guerrilla para garantizar que el capitalismo agrario y minero nacional y extranjero tuviera libre acceso a la tierra y los territorios. Todo parece indicar que este proyecto implícito era a fin de cuentas el único proyecto para el Gobierno colombiano. A su vez, la derecha más conservadora siempre se había manifestado contra las negociaciones con la guerrilla, y su fuerza quedó demostrada en los resultados del referéndum sobre el acuerdo de paz. Durante un año asistimos a una creciente demonización de la guerrilla llevada a cabo por las fuerzas de derecha, ciertos sectores del Estado (la Fiscalía) y los principales medios de comunicación. Esta demonización tan bien orquestada pretendía quitar a los exguerrilleros cualquier tipo de legitimidad para que la sociedad los viera como miembros de una organización política que no ha sido derrotada militarmente y que, como tal, debe ser acogida por la sociedad debido a su decisión de abandonar las armas y seguir su lucha por las vías políticas legales.
El imperialismo estadounidense. Colombia ocupa una posición estratégica en el continente. Al analizar la historia del conflicto armado en Colombia, se vuelve evidente la injerencia constante del imperialismo estadounidense, y siempre con el propósito de defender los intereses económicos de sus empresas (piénsese en la triste y famosa United Fruit Company), los intereses geoestratégicos de su dominio continental y, evidentemente, los intereses de sus oligarquías aliadas colombianas, unas más dóciles que otras.
Colombia fue el único país latinoamericano que envió tropas para combatir al lado de los estadounidenses en la Guerra de Corea. Fue la Colombia que promovió la expulsión de Cuba de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y, más recientemente, fue la Colombia que, en la misma organización, defendió más acérrimamente la expulsión de Venezuela. Bajo el pretexto de la lucha contra el narcotráfico, el Plan Colombia, firmado por Bill Clinton en junio de 2000, transformó Colombia en el tercer país del mundo con más ayuda militar de Estados Unidos (después de Israel y Egipto) y en el país con más ayuda para entrenamiento militar directamente impartido por Estados Unidos.
Para Estados Unidos, ahora centrado en la asfixia del régimen bolivariano de Venezuela, es importante que Colombia siga siendo un aliado fiable para sus propósitos en el continente. Asimismo, es importante que las multinacionales estadounidenses acaben por tener acceso libre a los recursos naturales de Colombia, un acceso que hasta ahora ha sido limitado debido al conflicto armado. Para Estados Unidos, el fin del conflicto armado es una buena oportunidad para que Colombia se entregue de una vez y sin limitaciones al neoliberalismo. Al fin y al cabo, para Estados Unidos es beneficioso que siga el conflicto armado, aunque sea bajo otras formas, para que las fuerzas armadas colombianas, el agente político más próximo del imperio, sigan teniendo un papel crucial en los procesos políticos internos.
Las fuerzas de izquierda y el contexto electoral. La izquierda o centroizquierda colombiana está fragmentada en vísperas de elecciones legislativas y presidenciales. A estas últimas las fuerzas de izquierda presentan a los siguientes candidatos: Clara López, Gustavo Petro, Jorge Robledo, Claudia López, una candidata más bien de centroizquierda, Sergio Fajardo, un candidato de centro que algunos consideran de centroizquierda, y dos candidatos de derecha, Germán Vargas Lleras e Iván Duque. Humberto de la Calle Lombana, que fue el negociador del Gobierno del proceso de paz, ha sido referido como posible candidato de izquierda. El nuevo partido de las FARC7 se halla en un complejo proceso de consolidación interna, propio de la transformación de grupo guerrillero a partido político. A finales de enero presentó su programa y sus candidatos a las elecciones legislativas y presidenciales. Para estas últimas el candidato a presidente es el histórico líder de la guerrilla, Rodrigo Londoño, más conocido como Timochenko, que lideró el proceso de las negociaciones de paz en La Habana.
En las condiciones actuales, se corre el riesgo de que las fuerzas de izquierda disminuyan o pierdan la representación parlamentaria y de que sean los dos candidatos de derecha los que se disputen la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Cualquiera de los dos, como máximo, acepta la paz neoliberal. Iván Duque, el representante de la derecha más reaccionaria, relacionada con el expresidente Álvaro Uribe, será el que servirá más fielmente a los intereses imperiales.
Por tradición, la izquierda colombiana ha estado muy fragmentada. En el pasado, la gran división fue entre la izquierda reformista (internamente dividida) y la izquierda revolucionaria, adepta a cambios radicales a través de la lucha armada (esta también dividida entre varios grupos armados). Podría pensarse que por fin ha llegado una oportunidad histórica para que la izquierda colombiana se una, puesto que esta división ha desaparecido. Por desgracia, este no parece ser el caso, porque la manera en la que se ha implementado el proceso de paz muestra que la división sigue existiendo de una forma perversa, en el estigma social y político con el que se está señalando a los exguerrilleros. En vez de ser acogidos por haber abandonado las armas, son demonizados por todos los crímenes que cometieron, como si los acuerdos de paz no hubieran ocurrido, como si contra ellos no se hubiera cometido ningún crimen y fueran criminales comunes. La derecha formula este estigma con el lema de que los exguerrilleros usurparán el campo democrático para imponer el «castrochavismo». El posconflicto está siendo reconceptualizado como conflicto a través de otros medios solo aparentemente más democráticos.
Las diferentes fuerzas de izquierda reformistas temen cualquier asociación con las FARC, ahora partido político. Al hacerlo, corren el riesgo de situare en el campo de la paz neoliberal y, por tanto, en el campo ideológico de la derecha. Sea de la forma que sea, las fuerzas de izquierda corren el riesgo de rendirse a la lógica de los que claman contra el «castrochavismo». Si interiorizan la idea de que tienen que «limpiar» la imagen de la izquierda, de purificarla, aunque para ello sea necesario retocarla con tintes de derecha, el camino al desastre estará asegurado. Para huir del «infierno venezolano», pueden caer en la más diluida versión de la socialdemocracia europea. Si no se unen, las diferentes fuerzas de izquierda no podrán realizar un programa de izquierda, aunque una de ellas conquiste el poder. Como ya sucedió en el pasado, incluso puede acabar aliándose con fuerzas de derecha.
Al caer en la trampa de tener que escoger entre «política como antes» o castrochavismo, las fuerzas de izquierda se autoexcluyen del campo en el que sería posible la unidad sobre la base de un programa unitario de izquierda. Ese campo incluiría temas como los siguientes: la defensa del proceso de paz entendida como paz democrática; la lucha contra la enorme desigualdad social y los fascismos sociales que esta crea; la defensa de los procesos populares de gestión de tierra, de formas de economía solidaria, sobre todo en las regiones más afectadas por el conflicto armado; una democratización de la democracia, profundizándola y ampliándola; una reforma del Estado para blindarlo contra la privatización de las políticas públicas a consecuencia de la corrupción y el abuso de poder; un distanciamiento, aunque sea gradual, de los propósitos del imperialismo. Para todo esto sería necesario que el corto plazo se viera como parte del largo plazo; en otras palabras, sería necesario un horizonte político y una visión de país que no se limitara a los cálculos electorales del momento.
Los candidatos y candidatas han venido destacando la necesidad de buscar entendimientos y alianzas entre las fuerzas de izquierda. Una de las candidatas, Clara López, en un comunicado público del 11 de enero de 2018, identificaba los puntos de convergencia y divergencia entre las diferentes fuerzas de izquierda y las exhortaba a articularse y a negociar una agenda común basada en las convergencias, a fin de construir «una gran coalición progresista». Así pues, presentaba una ruta concreta a través del camino de la convergencia:
«1) Dentro de la tradición pluralista de nuestras diversas perspectivas políticas y sin abandonar las diferencias que caracterizan nuestros idearios,acordamos convocar, de manera conjunta, a nuestros conciudadanos a volver a soñar una Colombia en paz, de prosperidad compartida, libre de corrupción y amigable con la naturaleza.
2) Al someternos a la consulta interpartidista el próximo mes de marzo, reconocemos la libertad de conducción de la candidatura triunfante, dentro del programa que apruebe una convención del partido o movimiento de dicha candidatura, con participación de los demás sectores de la consulta y sus aliados, que conformarán la coalición que se compromete a gobernar a Colombia dentro un inquebrantable compromiso con las instituciones, la paz, la democracia, el respeto por la diferencia y el cambio social».
Y concluía que estaría dispuesta a aceptar la fórmula de convergencia que reuniera más consenso. En el caso de que no fuera posible, se presentaría como candidata. Al parecer, en una demostración de que el pasado pesa más que el futuro entre las izquierdas colombianas, en las próximas elecciones legislativas de marzo habrá tres listas de izquierda: la lista de las FARC, la lista de Gustavo Petro y Clara López, y la lista del Polo Democrático liderada por Jorge Robledo. Una vez más, la derrota se avecina, y esta vez puede ser fatal para la presencia de la izquierda en el Congreso. ¿Cuál será el impacto de esta división en las elecciones presidenciales que se celebrarán dos meses después?
México: la fractura entre la institucionalidad y la extrainstitucionalidad
Si hay un país en el que la democracia liberal está desacreditada, ese país es México. Hay muchos otros países en los que la democracia es de bajísima intensidad o incluso pura fachada, pero en los que, no obstante, esa democracia goza de un amplio reconocimiento. Sin embargo, quizá por su historia revolucionaria y por haber sido gobernada durante décadas por un solo partido, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) o el Partido Acción Nacional (PAN), un partido de derecha, entre 2000 y 2012, México es un caso muy específico a este respecto. Combina un exuberante drama democrático, sobre todo en periodos electorales, con el reconocimiento público y notorio de irregularidades, restricciones y exclusiones que lo distancian del país real. Las críticas a las prácticas democráticas vigentes quizá son la forma más genuina de experiencia democrática en México. El drama más democrático es el drama de la falta de democracia. Los recurrentes fraudes electorales, el altísimo índice de criminalidad violenta contra ciudadanos inocentes llevada a cabo por el crimen organizado asociado a sectores del Estado, el sistema electoral excluyente, la farsa de la soberanía nacional que entra en contradicción con el servilismo mostrado ante Estados Unidos, el abandono al que se somete a los pueblos indígenas y la represión militar a la que son sometidos siempre que se resisten, todo esto revela una democracia de bajísima intensidad. Pese a ello, las instituciones constitucionales funcionan con la normalidad propia de un Estado de excepción normalizado.
Ante este panorama, y para limitarme al tema que me interesa aquí, el de la articulación o unidad entre fuerzas de izquierda, la primera cuestión es la de saber si hay varias fuerzas de izquierda en México. El hecho de que esta cuestión sea altamente controvertida forma parte del drama democrático de México. Se sabe que hay varias fuerzas de derecha con varios candidatos presidenciales de derecha. También se sabe que, como ocurre en otros países, las fuerzas de derecha han sido capaces de unirse siempre que se sienten amenazadas por fuerzas que consideran que son de izquierda. ¿Dónde están las fuerzas de izquierda?
De hecho, es necesario hacer una primera distinción, aceptada solo por algunos, entre la izquierda institucional y la izquierda extrainstitucional. La izquierda institucional son los partidos. ¿Hay partidos de izquierda en México? El único partido con presencia nacional que se puede considerar de izquierda es el partido Movimiento Regeneración Nacional (Morena), liderado por Andrés Manuel López Obrador (conocido como AMLO), varias veces candidato a la presidencia de la República y que en las elecciones de 2012, así como en las de 2006, probablemente fue víctima de fraude electoral.
Si damos alguna credibilidad al dicho frecuentemente oído de que México está lejos de Dios y muy cerca de Estados Unidos, conviene saber qué piensa al respecto el imperio. Y el imperio no tiene dudas de que AMLO es el peligroso demagogo de izquierda, líder de un partido socialista que se niega a ver los inmensos beneficios que el neoliberalismo trajo al país tras el Tratado de Libre Comercio. Uno de los principales portavoces del imperio, The Wall Street Journal, no tiene dudas al respecto y, en la edición del 8 de enero de 2018 considera poco convincente la posición política más moderada que AMLO ha venido defendiendo, destacando sobre todo la lucha contra la corrupción. Considera chocante que AMLO haya propuesto el pasado diciembre la amnistía para el crimen organizado, y concluye dudando de que los electores mexicanos crean en la reciente moderación de este «demagogo izquierdista».
Se esté o no de acuerdo con el diagnóstico del imperio, la verdad es que este último teme la elección de AMLO. Como el imperio no hace este diagnóstico preocupado con el bienestar de los mexicanos, sino más bien con la protección de sus intereses, y como considero que esos intereses son contrarios a los intereses de la gran mayoría de los mexicanos, pienso que todo esto es suficiente para asumir que AMLO represente una fuerza de izquierda. Para el argumento que defiendo, es importante sobre todo saber si, en el caso de ser elegido, será capaz de llevar a cabo un programa de izquierda. He venido defendiendo que solo una amplia unidad entre fuerzas de izquierda puede garantizar tal objetivo. Esta misma posición ha sido defendida en México, aunque se reconozca que, como ocurre en otros países, las fuerzas de izquierda han tenido una fuerte tendencia a polarizar sus divergencias, que muchas veces expresan más choques de personalidades que choques programáticos. Por desgracia, realizar articulaciones con otras fuerzas de izquierda eventualmente existentes no parece estar en el horizonte de AMLO. En cambio, lo que parece más cerca es, entre otras cosas, una coalición con un partido conservador, el PES (Partido del Encuentro Social), un partido con un fuerte componente religioso evangélico, militantemente opuesto a la diversidad sexual, a la protección de minorías sexuales y a la despenalización del aborto. Algunas feministas se han sublevado contra la idea de que los fines justifican los medios y que lo importante es ganar las elecciones. Aceptan articulaciones, pero no ceder ante la pérdida de principios y conquistas sociales logradas a consecuencia de duras luchas.
Así pues, se puede concluir que no parece posible, por lo menos por ahora, una articulación entre fuerzas de izquierda institucionales en México. Sin embargo, como he dicho antes, una de las características más específicas del drama democrático mexicano es que este no se puede entender sin la distinción entre izquierda institucional e izquierda extrainstitucional. Por lo menos desde 1994, la izquierda institucional mexicana vive aterrada por el espectro del surgimiento de una izquierda insumisa e insurreccional, una izquierda que se sitúa fuera del sistema de las instituciones democráticas precisamente por el hecho de no considerarlas democráticas. Me refiero al movimiento zapatista del EZLN y a su levantamiento en armas en enero de ese año.
El alzamiento, que fue armado en un breve periodo inicial de doce días, se transformó rápidamente en un vibrante movimiento con una fuerte implantación en el sur de México, que progresivamente fue conquistando a seguidores en todo el territorio mexicano y en diferentes países del mundo. Con una gran creatividad discursiva, en la que brilló el subcomandante Marcos, y con múltiples iniciativas que fueron dando cada vez más visibilidad al movimiento, los zapatistas llevan tiempo defendiendo una alternativa anticapitalista, anticolonialista y antipatriarcal, basada en la autoorganización de los grupos sociales oprimidos, una organización construida de abajo arriba y gobernada democráticamente según el principio de «mandar obedeciendo» de los pueblos indígenas de las montañas de Chiapas. A lo largo de los años, los zapatistas asumieron con consistencia estos principios y fueron sorprendiendo a México y a todo el mundo con nuevas formas de organización comunitaria, basadas en principios ancestrales, con iniciativas transformadoras de gobierno, economía, formación y educación. En ese proceso, las mujeres fueron asumiendo un protagonismo creciente.
A medida que fue conquistando adeptos, la izquierda institucional empezó a ver la postura extrainstitucional de los zapatistas como una amenaza. La izquierda consideró su rechazo a apoyar a candidatos o partidos de izquierda en los procesos electorales como una postura que favorecía a la derecha. A lo largo de los años, las relaciones de los zapatistas con las instituciones del Estado mexicano fueron complejas y no siempre hubo confrontación. Poco tiempo después de abandonar las armas, los zapatistas entraron en negociaciones con el Gobierno con el objetivo de ver reconocidas las reivindicaciones de los pueblos indígenas. En febrero de 1996 se firmaron los acuerdos, conocidos como Acuerdos de San Andrés, por haberse firmado en el municipio de San Andrés Larráinzar, en Chiapas. Dichos acuerdos nunca se cumplieron y, para los zapatistas, esto pasó a ser una demostración más de la falta de credibilidad de las instituciones llamadas democráticas.
Recientemente, una nueva iniciativa de los zapatistas volvió a sorprender a los mexicanos: la decisión de presentar a una mujer indígena como candidata independiente a las elecciones presidenciales. Se trata de María de Jesús Patricio Martínez, también conocida como Marichuy, que fundó y dirige la Calli Tecolhocuateca Tochan, «Casa de los Antepasados», en Tuxpan, Jalisco. En 2001 fue una de las mujeres indígenas que, junto a la comandante Esther del EZLN, tomó la palabra en el Congreso mexicano. Por iniciativa de los zapatistas y del Congreso Nacional Indígena, el Consejo Indígena de Gobierno hizo la propuesta. El 15 de octubre de 2017 Marichuy anunciaba oficialmente su candidatura. ¿Acaso esto significaba que la izquierda zapatista había abandonado la vía extrainstitucional y había pasado a adoptar la institucional? Si eso ocurriera, ¿la propuesta de los zapatistas sería una propuesta de izquierda que podría acabar articulándose o coaligándose con otras fuerzas de izquierda?
Estas preguntas tenían sentido en la fase inicial de la candidatura, cuando se inició el movimiento para recoger el número de firmas exigidas por el Instituto Nacional Electoral para poder presentar candidatos independientes. Dicho movimiento revelaba la seriedad institucional del proceso. Los zapatistas incluso llegaron a ser acusados de haberse rendido al «electoralismo» que tanto habían criticado. La verdad es que el proceso de recogida de firmas se inició con determinación. Era un esfuerzo gigantesco, ya que el número de firmas exigido era altísimo, más de 800.000. Rápidamente se demostró que las reglas y exigencias, aunque se hicieran de buena fe, algo que se cuestionó, estaban diseñadas para un México «oficial», muy diferente del México «profundo», donde la documentación y la infraestructura técnica (de fotocopiadoras a móviles) o no existen o no son de fácil acceso. De este modo, el proceso de recogida de firmas se transformó en una prueba más del carácter excluyente y discriminatorio del sistema electoral mexicano. Tras los Acuerdos de San Andrés, esta era la segunda vez que las instituciones del Estado mexicano revelaban su carácter no fiable, excluyente y discriminatorio. Asimismo, también se debe tener presente que la recogida de firmas puede verse afectada por dos razones añadidas. Por un lado, las bases sociales del zapatismo y sus simpatizantes fueron socializadas para distanciarse totalmente de los procesos electorales. La recogida de firmas implica para ellos alguna cesión. Por otro lado, algunos de los que simpatizan con la causa de los pueblos indígenas no están interesados en que la posición del candidato de izquierda al que apoyan se vea fragilizada por la presencia de una candidatura a su izquierda.
Mientras escribo estas líneas, Marichuy prosigue con su campaña, como campaña de denuncia del sistema político e institucional y de sensibilización para las causas de los «condenados de la Tierra». Aprovechando un contexto político institucional por excelencia, el contexto electoral, Marichuy va haciendo pedagogía de los temas y los pueblos que están excluidos del drama democrático de México. Solo por esto, la candidatura de Marichuy no habrá sido un fracaso.
De todo lo expresado sobre el asunto, se puede concluir que, por lo menos por ahora, no son posibles amplios acuerdos entre las izquierdas en México. La izquierda institucional seguirá dividida como antes y la fractura entre la izquierda institucional y la extrainstitucional no hace más que agravarse.
España: la fractura de la identidad nacional
En los últimos años, en España la izquierda-izquierda ha pasado por un momento excepcionalmente prometedor. A raíz del movimiento de los indignados (más conocido en España como 15M), aprovechando la insatisfacción de los españoles con un Gobierno conservador masivamente corrupto (PP, Partido Popular) y el fracaso de una alternativa con el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), desgastado por un gobierno rehén del neoliberalismo, nació un nuevo partido de izquierda, Podemos. Surgió como una fulguración política en 2014 y tuvo un éxito sorprendente en las primeras elecciones en las que participó, al ser elegidos cinco diputados para el Parlamento Europeo. Además de ser un partido nuevo, era un partido de nuevo tipo, con una relación orgánica con un movimiento social del que emergía (el movimiento de los indignados). Asimismo, era un partido nuevo por contar con muchos jóvenes entre sus líderes. Se anunciaba el fin del bipartidismo, que surgió con la transición a la democracia consagrada en la Constitución de 1978, la alternancia entre el PP y el PSOE, con el antiguo Partido Comunista, más tarde Izquierda Unida, reducido a una existencia muy modesta.
Podemos fue la respuesta de aquellos y aquellas que en el movimiento de los indignados defendían que el movimiento de las calles y las plazas debía prolongarse a escala institucional transformándose en un partido. Pese a adoptar la lucha institucional, Podemos se presentó como el partido contrario al régimen de la Transición (el posfranquismo iniciado en 1978 con la nueva Constitución) con el argumento de que ese régimen había originado una élite o casta política y económica que desde entonces se expresaba políticamente en la alternancia entre los dos partidos del régimen (PP y PSOE), una alternancia sin alternativa. Las posiciones iniciales del partido llevaron a algunos a pensar, en mi opinión desacertadamente, que estábamos ante un nuevo populismo de izquierda que oponía la casta al pueblo. De hecho, se decía que la dicotomía izquierda/derecha no captaba la novedad y la riqueza programática y organizativa del partido, que era necesaria una «nueva» manera de hacer política, opuesta a la «vieja» política. Al tratarse de un partido nuevo, sus bases organizativas eran frágiles, pero esa fragilidad se veía compensada con el entusiasmo de los militantes y los simpatizantes.
Los difíciles caminos de la articulación entre las izquierdas. En estas condiciones, no era de esperar ninguna aproximación o articulación entre las izquierdas, sobre todo con Izquierda Unida y el PSOE. De hecho, la gran mayoría de los adeptos de Podemos no consideraba que el PSOE fuera un partido de izquierda ante las concesiones que los socialdemócratas habían hecho al neoliberalismo de la UE. Estábamos en un periodo de medir fuerzas y ese proceso era particularmente decisivo para Podemos. Las primeras «mediciones» no podían ser mejores. Nacido en enero de 2014, las encuestas de opinión mostraban a finales de 2015 que Podemos era el segundo partido en las intenciones de voto de los españoles, después del PP y por delante del PSOE. Las primeras iniciativas de acuerdo electoral entre fuerzas de izquierda llegaron de Izquierda Unida, liderada por otro joven, Alberto Garzón, después de las elecciones autonómicas de 2015. Eran las primeras señales que indicaban el propósito de unir las diferentes fuerzas de izquierda para conquistar el poder. Entretanto, Podemos decidió, a través de una consulta interna, que cualquier acuerdo o coalición con otras formas de izquierda debía contener el nombre de Podemos. Así pues, fueron surgiendo los primeros acuerdos a nivel autonómico: «Compromís-Podemos-És el Moment» en la Comunidad Valenciana, «Podemos-En Marea-ANOVA-EU» en Galicia y «En Comú Podem» en Cataluña. Y a escala nacional surgió la coalición «Unidos Podemos», antes de las elecciones legislativas de junio de 2016, cuando también se incorporó el grupo ecologista Equo.
Las elecciones generales de 2016 fueron el primer indicio de que el trayecto ascendente de Podemos no era algo irreversible. Toda la campaña de Podemos se orientó a superar al PSOE como gran partido de oposición. Ese objetivo quedó lejos de conquistarse, puesto que el PSOE obtuvo el 22% de los votos y Unidos Podemos apenas el 13%. Tras la crispación inicial entre Podemos y el PSOE, los dos partidos habían mantenido algunas conversaciones a fin de provocar la caída del Gobierno conservador, pero no se concretó nada. Los resultados de las elecciones también fueron flojos para el PSOE, ya que estos esperaban beneficiarse del desgaste del gobierno del PP. Ante tal situación, las divisiones en el interior del partido se agravaron y Pedro Sánchez renunció al cargo de secretario general en octubre de 2016 después de salir derrotado en un turbulento Comité Federal. Ese mismo mes, el PSOE hacía posible, mediante la abstención, la investidura del nuevo Gobierno del PP, liderado por Mariano Rajoy. La líder regional Susana Díaz, discípula política de Felipe González, volvió a realzar entonces la política centrista de partido y secundó la abstención del PSOE. En una demostración de gran tenacidad política, Pedro Sánchez aprovechó los cambios estatutarios que preveían la elección directa del secretario general en elecciones primarias y volvió a conquistar la dirección del partido en el Congreso del PSOE celebrado en mayo de 2017. Las relaciones entre los dos partidos mejoraron significativamente cuando Pedro Sánchez retomó la dirección del partido.
Siempre bajo la presente influencia del líder histórico del partido, Felipe González, una fuerte corriente dentro del PSOE se negaba en redondo a cualquier alianza con Podemos y, en cambio, defendía el entendimiento con los partidos de derecha (como Ciudadanos, un partido de derecha liberal nacido en Cataluña y hoy presente en el conjunto del Estado español con el apoyo de algunos sectores importante de los medios de comunicación y de intereses económicos poderosos) para garantizar la continuidad del pacto de gobierno y la política de alternancia que venía desde la Transición. Era la reproducción de la política convencional de la socialdemocracia europea constituida en la Guerra Fría y que, tras la caída del Muro de Berlín, se había mantenido en el poder; política que se acabó, como hemos visto, con el Partido Socialista portugués a finales de 2015. Sin embargo, el regreso de Pedro Sánchez revelaba que la militancia socialista estaba dividida al respecto, alguna por creer que sin una unidad entre las fuerzas de izquierda esta no volvería nunca más al poder, otra por pensar que sin un giro a la izquierda que permitiera recuperar los votos que habían permitido que creciera Podemos, el PSOE nunca más podría volver al poder.
Se crearon las condiciones para retomar las conversaciones de confluencia entre el PSOE y Podemos. Por parte de Podemos, ahora había una motivación mucho más intensa para una articulación con toda la izquierda. Se hablaba de la solución portuguesa, se reconocía que las transiciones democráticas en los dos países habían sido diferentes, pero se consideraba que para intentar cambiar la política neoliberal europea era crucial que España, la quinta mayor economía de la UE, pasara a tener un Gobierno de izquierda. Pedro Sánchez tuvo varias reuniones con el primer ministro socialista portugués y consta que discutieron sobre la coalición portuguesa. En Podemos había contactos tanto con el Bloco de Esquerda como con el Partido Comunista Portugués.
En el nuevo ciclo de contactos entre Podemos y el PSOE se trataba de articular reformas políticas, construir acuerdos programáticos y, a largo plazo, promover un gobierno de izquierda que pudiera acabar con los años neoliberales y de corrupción del gobierno del PP. Las señales que facilitaban la confluencia estaban sobre la mesa y procedían de ambos lados. El PSOE declaraba que Podemos era «un socio preferente» o que el gran objetivo era «un entendimiento de izquierda en el país».
La crisis de Cataluña. Estábamos en junio de 2017. Pocos meses después, estalló la crisis de Cataluña y las divergencias entre los dos partidos respecto a Cataluña provocaron el colapso de las conversaciones y del objetivo de los acuerdos de gobierno. De hecho, el desarrollo de la crisis mostró que, pese a haberse alejado, los dos partidos se vieron negativamente afectados por el modo en el que se posicionaron ante tal situación.
Para quienes no conocen la crisis de Cataluña, he aquí un breve resumen: al igual que otras regiones de España, principalmente el País Vasco y Galicia, Cataluña tiene una identidad nacional fuerte e históricamente arraigada; esa identidad sufrió una gran represión en la dictadura franquista; tras la transición democrática en 1978 se reconoció la identidad catalana y su autonomía en el marco del Estado español; a lo largo de las últimas décadas, los catalanes han luchado a través de las vías institucionales para que se ampliara el Estatuto de Autonomía; en 2006 aceptaron el nuevo Estatuto de Autonomía pactado con el Gobierno central, pero el Tribunal Constitucional lo anuló. Desde entonces, las relaciones entre Madrid y Barcelona se crisparon; al mismo tiempo, el partido nacionalista y conservador que llevaba mucho tiempo gobernando en Cataluña (Convergència i Unió, refundado después como Partit Demòcrata Europeu Català), políticamente muy cercano al PP, pasó a defender la independencia como única vía para que Cataluña viera reconocida su identidad y voluntad de autogobierno. El objetivo de la independencia pasó a tener entonces dos brazos políticos, un brazo de derecha y un brazo de izquierda, en el cual habían militado republicanos que nunca se habían reconocido en la monarquía borbónica (antepasados del rey actual), que en el siglo XVIII había derrotado a los independentistas catalanes.
El 1 de octubre de 2017 el Gobierno catalán realiza un referéndum, considerado ilegal por el Gobierno central de Madrid, para conocer la voluntad de los catalanes en cuanto a la independencia. El Gobierno central intentó frenar la celebración del referéndum por la vía judicial y policial, pero, pese a las intimidaciones y la represión, el referéndum se realizó y la mayoría de los que se expresaron con su voto se posicionaron a favor de la independencia. Pocos días después el Gobierno de Cataluña declara unilateralmente la independencia. El Gobierno central reaccionó activando el artículo 155 de la Constitución, que declaró el estado de excepción en Cataluña; suspendió el Gobierno autonómico, mandó detener a los dirigentes políticos y convocó elecciones en Cataluña para el 21 de diciembre de 2017 con el objetivo de elegir un nuevo Gobierno; el líder del Gobierno catalán, Carles Puigdemont, suspendido por el Gobierno central, se exilió en Bélgica y desde Bruselas busca el apoyo de los países europeos a la causa catalana, apoyo que no llega; se celebraron las elecciones catalanas y los partidos independentistas volvieron a ganar las elecciones; tanto el PSOE como Podemos (que se presentó a las elecciones en una coalición de varias fuerzas de izquierda llamada Catalunya en Comú) salen derrotados en las elecciones y la derrota de Podemos es especialmente preocupante para el partido por las repercusiones que puede tener fuera de Cataluña; la coalición que había gobernado antes Cataluña (constituida por un partido de derecha, el PDeCAT el más votado, y dos partidos de izquierda, uno de izquierda moderada, Esquerra Republicana de Catalunya, y otro de izquierda-izquierda, la Candidatura d’Unitat Popular) vuelve posicionarse para gobernar. Mientras escribo estas líneas (31 de enero), el futuro político de Cataluña es una completa incógnita.
¿Cómo puede ser que la crisis de Cataluña haya podido bloquear un acuerdo entre izquierdas considerado fundamental para acabar con el gobierno conservador, un objetivo compartido por la mayoría de los españoles? Al final, los dos partidos se manifestaron contra el referéndum decidido unilateralmente por los catalanes y ambos defendieron la idea de un Estado plurinacional a fin de la eventual constitución de un Estado federal o confederal; ambos partidos se manifestaron contra la independencia de Cataluña, pero Podemos insistió especialmente en que ese objetivo debía construirse en consenso con los catalanes y no basándose en la represión judicial y policial. Defendió el derecho a decidir de los catalanes, basado en un referéndum «con garantías» pactado con el conjunto del Estado español.
Sin embargo, las divergencias entre los dos partidos han acabado por agravarse. La crisis de Cataluña ha llevado al PSOE, al contrario de Podemos, a retroceder en la defensa de la plurinacionalidad del Estado español. La plurinacionalidad (la España como «nación de naciones») había sido reconocida en el 39.o Congreso del partido que reeligió a Pedro Sánchez como secretario general. Con todo, posteriormente la plurinacionalidad dejó de ser el eje central de la propuesta del partido de reforma constitucional. Los dos partidos divergieron fuertemente en el hecho de activar el artículo 155 de la Constitución y en la represión jurídico-judicial en la que este se tradujo. El PSOE se manifestó a favor de la declaración del estado de excepción y, de hecho, acordó con el PP la activación del dispositivo constitucional. Para Podemos, con esta decisión el PSOE volvía a ser uno de los partidos del régimen contra el que había surgido Podemos y, por eso, debían suspenderse las negociaciones entre los dos partidos. Por lo que respecta al PSOE, el distanciamiento fue correspondido.
Las izquierdas y la identidad nacional. ¿Por qué la crisis de Cataluña puede ser especialmente negativa para Podemos? Si nos restringimos a Cataluña, los daños no parecen duraderos. La posición de la alianza en la que se integraba Podemos era la posición aparentemente moderada del fortalecimiento de la autonomía por las vías legales y constitucionales. ¿Pero sería esta la posición de las bases catalanas del partido? ¿Acaso estarían todas con el partido cuando este se mostraba a favor del derecho a decidir y al mismo tiempo insistía en que la independencia no era una buena solución ni para Cataluña ni para España? ¿Defender el derecho a decidir no implicaría el deber de aceptar lo que se decidiera? ¿Por qué insistir tanto en la ilegalidad del referéndum cuando la aplastante mayoría de los catalanes defendía el derecho incondicional a decidir, aunque estuvieran divididos casi por la mitad con relación al objetivo de la independencia?
El hecho de haber divergencias internas se volvió evidente cuando el secretario general de Podemos en Cataluña se declaró a favor de aceptar el resultado de las elecciones de diciembre y, por tanto, la independencia, y no tardó en presentar su dimisión tras mantener un duro pulso con la dirección estatal del partido. En cualquier caso, en contextos de fuerte polarización es normal que los partidos que defienden posiciones más moderadas sean castigados por los electores, pero esa situación no perdura cuando se atenúa la polarización, lo que puede ocurrir si tenemos presente que el independentismo no tuvo una victoria aplastante, más bien al contrario, y que tanto el extremo de la independencia como el extremo del centralismo (el partido conservador Ciudadanos) fueron los vencedores de las elecciones.
Si tenemos en cuenta a España en su conjunto, la razón de la vulnerabilidad añadida de Podemos después de la crisis de Cataluña se halla en que la identidad nacional en España no es, al contrario que en otros países, una bandera inequívocamente de derecha. Es una bandera de muchos de los movimientos de ciudadanos y ciudadanas de izquierda que se coaligaron con Podemos en las diferentes regiones autonómicas. Para ellos, era importante que Podemos distinguiera entre legalidad y legitimidad en el caso del referéndum de los catalanes y estuviera sin lugar a dudas al lado de los catalanes que desafiaban el centralismo conservador de Madrid para ejercer el derecho más básico de la democracia, el derecho de votar. Solo así tendría sentido que la oposición del partido a la declaración unilateral de independencia tras el resultado del referéndum del 1 de octubre se considerara genuina, una declaración que, no obstante, se suspendió inmediatamente como señal de oferta de diálogo y solicitación de mediación internacional. Teniendo en cuenta lo anterior, quedó la duda de saber de qué lado estaría Podemos en futuras confrontaciones de otras regiones con el centralismo de Madrid.
¿Acaso la dirección de Podemos ha sido insensible a la complejidad de la cuestión de la identidad nacional en España? Los nuevos líderes de la izquierda-izquierda europea, no solo en España sino también en otros países, han sido entrenados para desconfiar de todos los nacionalismos, puesto que en Europa estos fueron mayoritariamente conservadores y estuvieron en el origen de los peores crímenes. Asimismo, fueron entrenadas para dar toda la prioridad a las políticas de clase, aunque en los últimos tiempos complementadas con políticas antipatriarcales y antirraciales. Cabe añadir que en Cataluña la independencia ha sido empuñada como bandera por una derecha que durante décadas había sido servil al Gobierno central y, como Gobierno autonómico, había aplicado con empeño las políticas neoliberales contra los trabajadores catalanes.
Cualquiera de estas dos vertientes del entrenamiento debe volver a valorarse en los próximos tiempos, no solo en España, sino también en muchos otros países. Para ello, las izquierdas europeas tienen que aprender del Sur global. Con relación al nacionalismo, en los contextos coloniales extraeuropeos este ha sido un objetivo políticamente mucho más complejo. Fue la bandera de los pueblos oprimidos, entre los que evidentemente había diferencias de clase, y etnia, entre otras. De ahí que se haya distinguido entre el nacionalismo de los débiles u oprimidos y el nacionalismo de los fuertes u opresores. Sin embargo, incluso en Europa, esa complejidad ha existido históricamente. Xosé Manuel Beiras habla de «nacionalismos periféricos» al referirse a Galicia y a las diferentes naciones en el interior del Estado español. Andalucía fue quizás el primer territorio de Europa que se trató como colonia después de la mal llamada Reconquista. Como han insistido los estudiosos andaluces, las formas coloniales de administración y de concentración de tierras se probaron primero en Andalucía antes de aplicarse en el Nuevo Mundo. Es por eso que el concepto de colonialismo interno se puede aplicar tanto en un contexto latinoamericano como en un contexto europeo. Los nuevos líderes de la izquierda europea nunca han podido aprender en las escuelas y en las universidades que la historia de sus países incluía colonialismo interno y que había varios tipos de nacionalismo tanto en el mundo como en propia Europa.
Por otro lado, con relación a la prioridad de la política de clase, en el futuro será necesaria una profunda reflexión. He defendido que la dominación moderna está formada desde el siglo XVI por tres modos principales de dominación: el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. Desde sus orígenes hasta hoy, estos tres modos de dominación siempre han actuado articulados. Las épocas y los contextos sociales de cada país se distinguen por el modo específico de articulación entre los diferentes modos de dominación que prevalece. El colonialismo no ha terminado con el fin del colonialismo histórico. Actualmente, sigue bajo otras formas, como el colonialismo interno, el racismo, la xenofobia y la islamofobia.
La lucha contra la dominación también debe articularse y debe contemplar las tres vertientes, aunque los énfasis y las urgencias obliguen a dar más prioridad a una u a otra. Sin embargo, se deben contemplar siempre las tres por la simple razón de que en ciertos contextos las luchas asumen versiones cambiantes. Por ejemplo, una reivindicación de clase se puede afirmar bajo la forma de reivindicación de identidad nacional, y viceversa. Por tanto, las fuerzas políticas que tienen éxito son las que están más atentas a este carácter cambiante de las luchas sociales. Pienso que este ha sido el caso de Cataluña. En España, las identidades nacionales son transclasistas y las fuerzas de izquierda no pueden minimizarlas debido a este hecho. Estas tienen que luchar contra las contradicciones para hacer funcionar el transclasismo a favor de una política progresista que fortalezca las posiciones y los intereses de las clases subalternas, populares. La crisis de Cataluña reveló que la «cuestión nacional» de España solo se resuelve con una ruptura democrática con el régimen actual, lo que da por supuesto una nueva Constitución.
Unidos Podemos está muy a tiempo de hacer la reflexión sobre ello y espero que ocurra lo mismo en el PSOE. Si se da este paso, volverá a ser posible pensar en una unidad entre las fuerzas de izquierda consistente que incluya partidos y movimientos. Sin ella, las izquierdas españolas nunca llegarán al poder con un programa de izquierda, lo que es malo para España y para Europa.
Adenda sobre otros contextos
Las cuestiones tratadas en este texto, aunque con otros matices y otras composiciones, están presentes en otros contextos. Entre muchas otras condiciones que pueden afectar la unidad de las izquierdas en contextos preelectorales, he identificado algunas, vinculándolas a países específicos, teniendo en cuenta que todas ellas ocurren en un contexto común, la virulencia del gobierno fascistizante neoliberal de la derecha conservadora que he ilustrado con el caso de Portugal. Las condiciones que he considerado que tienen un valor explicativo especial en cada país han sido: la fractura del desgaste del gobierno (Brasil), la fractura de la lucha armada bajo vigilancia del imperio (Colombia), la fractura entre la institucionalidad y la extrainstitucionalidad (México) y la fractura de la identidad nacional (España). He tratado de identificar condiciones dominantes siendo consciente de que además de estas hay otras presentes.
A su vez, cualquiera de estas condiciones analizadas puede estar presente en otros países y contextos y puede asumir configuraciones diferentes. Por ejemplo, la fractura del desgaste del gobierno puede estar presente en Italia con el desgaste socioliberal del Partido Democrático que, en parte, se encuentra en el origen del surgimiento y del crecimiento de un partido antisistema, el Movimiento Cinco Estrellas de Beppe Grillo. Tras el desastroso gobierno del Partido Socialista, liderado por François Hollande, en un intento tardío de someterse al orden neoliberal, se puede decir lo mismo de Francia. O del desgaste del largo gobierno del Partido del Congreso en la India, que conllevó la creación de otro partido considerado de izquierda, el AAP, que tiene como lema central la lucha contra la corrupción. Este desgaste acabó por dejar vía libre al BJP, liderado por Modi, un partido conservador fascistizante que combina el servilismo al credo neoliberal con la politización del hinduismo, al que transforma en un instrumento de discriminación contra los musulmanes.
La fractura del desgaste del gobierno está presente con toda certeza en varios países africanos, sobre todo si se tiene presente que han sido sometidos con especial violencia a las imposiciones del neoliberalismo y del capital financiero. Por ejemplo, es el caso del ANC (Congreso Nacional Africano) en Sudáfrica. El desgaste del gobierno ha conllevado el surgimiento de otras fuerzas políticas en tanto que se agravan las divisiones internas en el ANC. En parte, por las mismas razones de contexto internacional, podemos detectar el efecto del degaste del gobierno en países como Mozambique y Angola, donde siguen gobernando los partidos que lideran las luchas de liberación contra el colonialismo portugués.
A su vez, la fractura de la lucha armada condiciona las posibilidades de articulación entre las fuerzas de izquierda en Turquía (la cuestión kurda), la India (los naxalitas) y Filipinas (las luchas étnicas musulmanas). Durante mucho tiempo, Sri Lanka fue un país políticamente condicionado por la lucha armada de los tamiles. La fractura de la institucionalidad/extrainstitucionalidad está presente en Túnez, Argentina y Perú, y provoca el surgimiento de la distinción propuesta por los zapatistas entre la izquierda de abajo y la izquierda de arriba. Por último, la fractura de la identidad nacional surge de formas muy distintas (discriminación racial, xenofobia, internamiento indigno de refugiados, etc.) en muchos países de Europa debido a la herencia colonial y crea múltiples obstáculos a las articulaciones entre fuerzas de izquierda. Son los casos, por ejemplo, de Alemania, Inglaterra y Holanda. Y sucede lo mismo con Bernie Sanders y otras fuerzas de izquierda en la sombra del Partido Demócrata estadounidense y la importancia relativa que dan a la discriminación y la violencia policial contra la población afroamericana.
Al mismo tiempo, se debe tener presente que a veces las condiciones analizadas aquí no afectan solo a las posibilidades de articulación entre fuerzas de izquierda, sino que también provocan divisiones en el interior de cada una, lo que aún vuelve más difícil cualquier política de alianzas. Es el caso del Partido Laborista inglés, que en los últimos tiempos ha sufrido una fuerte convulsión interna de la que todavía no se ha recuperado plenamente.
Conclusión
Frecuentemente, reclamamos la necesidad de hacer análisis concretos de situaciones concretas, pero la verdad es que pocas veces acabamos por concretar. Las diferentes fuerzas de izquierda deben continuar afirmando su diversidad y analizando la sociedad con una visión de medio y largo plazo. El tema abordado en este texto pretende responder a un contexto específico, un contexto en el que las fuerzas de izquierda tienen que ser más humildes y más ambiciosas al mismo tiempo. Tienen que ser más humildes porque deben actuar en un mundo donde el objetivo de construir un sistema globalmente alternativo al capitalismo, al colonialismo y al patriarcado no está en la agenda política. Esta ausencia crea un vacío que por ahora solo parece poder colmarse con alternativas locales e iniciativas que proyecten una sociedad alternativa. No obstante, estas deben ser más ambiciosas, porque, teniendo en cuenta el panorama actual, solo las izquierdas pueden salvar a la humanidad de los efectos más destructivos y del inmenso sufrimiento humano derivados de una catástrofe social y ambiental que no parece estar lejos.
Esa defensa consiste en la defensa de la dignidad humana y de la dignidad de la naturaleza a través de la radicalización de la democracia, una democracia de alta intensidad, necesariamente posliberal. Será un proceso histórico largo, caracterizado por dos principios guía: revolucionar la democracia y democratizar la revolución. En el punto en el que hemos llegado al fin del nuevo (des)orden neoliberal iniciado en 1989, es necesario comenzar con pequeños pasos. El contexto es de fascismo social y político difuso. Pese a ello, el proceso de radicalización se enfrenta a dos grandes dificultades.
La primera es que tiene que empezar por la democracia liberal, pero no terminar en ella. Tiene que tomársela en serio e implicarse a fondo en ella sin dejarse corromper por ella. Tiene que defenderla hasta el punto de convencer a públicos amplios de que la democracia no puede defenderse si no adopta mecanismos y amplía los campos democráticos mucho más allá de los límites de la democracia liberal. Las izquierdas siempre se han situado en el lado opuesto de la democracia liberal para denunciar los límites, las mentiras y las exclusiones ocultas por el lado derecho de esta. Hoy en día se sienten llamadas a actuar en el lado derecho de la democracia liberal, pero saben que en el momento en el que pierdan de vista las realidades del lado opuesto estarán perdidas.
La segunda dificultad consiste en que las izquierdas tienen que operar simultáneamente a largo y corto plazo, lo que va contra toda la lógica de la democracia liberal, una lógica que muchas fuerzas de izquierda han interiorizado demasiado. La razón de afirmarse con frecuencia y con alguna verdad que la derecha identifica mejor sus intereses que la izquierda es porque, al contrario de la izquierda, la derecha, como el capitalismo, solo puede ver y solo tiene que ver a corto plazo, puesto que así los beneficios y las pérdidas son más fáciles de identificar.
Al final de esta reflexión, quizá sea posible responder a una pregunta intrigante: ¿por qué los partidos de izquierda, que durante décadas han sido muy críticos con la democracia liberal, son hoy sus mejores y más genuinos defensores? ¿Y por qué lo hacen cuando la quiebra de la democracia liberal parece evidente? La respuesta es la siguiente. El neoliberalismo y el capital financiero global son enemigos de la democracia, sea esta de alta o de baja intensidad, y las fuerzas de derecha que opten por seguir los dictámenes de estos tendrán que optar cada vez más por políticas antidemocráticas. A medida que la derecha se consolide en el poder, la democracia irá perdiendo su carácter hasta tal punto que el nuevo régimen político, aún sin nombre, será una nueva forma de dictadura disfrazada de fachada democrática. Ahora bien, las izquierdas siempre han estado en primera línea en la lucha contra las dictaduras, y la lucha antifascista ha sido el objetivo por el que más veces han llegado a una coalición. Las izquierdas han empezado a entender que las fuerzas antidemocráticas están secuestrando la democracia y que, cuando esto ocurre, el fascismo no está lejos, si es que ya no está entre nosotros. Esta sensación de peligro inminente es lo que explica mejor la nueva voluntad de articulación entre las fuerzas de izquierda.
Y, teniendo en cuenta que los enemigos de la democracia actúan de manera global, será crucial que las fuerzas de izquierda se articulen no solo a escala nacional, sino también globalmente. El socialismo como democracia sin fin podría ser el lema de una nueva internacional de las izquierdas. De cualquier modo, la nueva internacional, al contrario de las anteriores, no tendría como objetivo crear ninguna organización ni mucho menos definir la línea política correcta. Solo pretendería crear un foro en el que las izquierdas de todo el mundo pudieran aprender unas de las otras los tipos de obstáculos que surgen cuando se busca articular luchas y unir fuerzas, en qué contextos puede ser deseable dicha articulación y qué ocurre cuando tal articulación o unidad no se da. En este sentido, podría acordarse el lema:
¡Izquierdas de todo el mundo, uníos!
Notas:
1 Véase Boaventura de Sousa Santos: «Una izquierda con futuro», en Rodríguez Garavito, C., et al., La nueva izquierda en América Latina. Sus orígenes y trayectoria futura, Bogotá: Norma, pp. 437-457 (2005); Democracia al borde del caos. Ensayo contra la autoflagelación, Bogotá: Siglo del Hombre y Siglo XXI (2014); A difícil democracia. Reinventar as esquerdas, São Paulo: Boitempo (2016); La difícil democracia: una mirada desde la periferia europea, Madrid: Akal (2016); Democracia y transformación social, Bogotá/Ciudad de México: Siglo del Hombre Editores/Siglo XXI Editores (2017); Pneumatóforo. Escritos políticos (1981-2018), Coímbra: Almedina (en prensa); con José Manuel Mendes, Demodiversidad. Imaginar nuevas posibilidades democráticas, Madrid: Akal (2017); Demodiversidade. Imaginar novas possibilidades democráticas, Coímbra: Almedina/Edições 70 (2017).
2 Neologismo creado por el periodista Elio Gaspari que combina los términos «privatización» y «piratería». (N. de los T.).
3 Puede verse al respecto mi artículo «Brasil: la democracia al borde del caos y los peligros del desorden jurídico«, Público, 24 de marzo de 2016, disponible en http://blogs.publico.es/espejos- extranos/2016/03/24/brasil-la-democracia-al-borde-del-caos-y-los-peligros-del-desorden-juridico/ [consultado el 15 de enero de 2018].
4 En Brasil, la previsión social se refiere a la parte del sistema de seguridad social responsable de las jubilaciones, pensiones y otras prestaciones sociales. (N. de los T.)
5 Lista de candidatos que incluye al presidente y el vicepresidente. (N. de los T.)
6 En Democracia y transformación social dedico a este tema un capítulo, titulado «Colombia entre la paz neoliberal y la paz democrática».
7 Conservando el mismo acrónimo para un nuevo contenido: Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común.
Foto: web de El diari de l´educació