Tania Herrera * La mesa está servida. El Niño Costero como excusa neoliberal

El pasado 29 de abril se publicó en El Peruano la Ley Nº30556 que aprueba disposiciones de carácter extraordinario para las intervenciones del gobierno nacional frente a desastres y que dispone la creación de la Autoridad para la Reconstrucción con Cambios. Una semana después se anunció la designación de Pablo de la Flor –quien ahora tiene rango de ministro– como director de esta nueva institución. Con apoyo de la mayoría fujimorista en el Congreso, el Ejecutivo encadena una serie de medidas que sugiero revisar, por lo pronto, desde tres ángulos: (1) el papel que juegan los fenómenos naturales en la producción capitalista del espacio, (2) la avasalladora reconcentración de competencias en manos del Estado y (3) los límites del discurso a favor de la planificación.

Los fenómenos naturales y la producción capitalista del espacio

Justamente porque la producción del espacio es un fenómeno social –realidad histórica–, el espacio no es inocente. Es al mismo tiempo resultado y germen de contradicciones que se materializan desigualmente (Santos, 2000). Por eso mismo, el espacio es una síntesis provisional que puede renovarse por la acción social. La ocurrencia de fenómenos naturales, como lluvias intensas o movimientos sísmicos, abre la posibilidad de corrección de contradicciones del espacio y en el espacio. Más allá de las pérdidas humanas y altos costos por los daños en la infraestructura pública y privada, estos hechos también abren ventanas para la experimentación de medidas que permitan lograr una justa redistribución de los recursos en beneficio de los territorios afectados. La destrucción de viviendas que se construyeron en zonas de alto riesgo justifica la pronta reubicación de las familias afectadas y la movilización, con carácter de urgencia, de recursos públicos suficientes para que los afectados consigan un lugar seguro donde residir. Así, estos eventos abren la posibilidad de realizar transformaciones de tipo estructural que marchen en un horizonte de justicia social. La contraparte de las políticas estructurales (como la construcción de vivienda social para las personas más pobres) son las medidas de urgencia que, lejos de resolver el problema radicalmente, responden con efímeras intervenciones de carácter paliativo. Estas son necesarias ante la ocurrencia de un fenómeno natural, pero deben ir acompañadas de transformaciones radicales.

Nadie parece estar en contra de la reconstrucción. ¿Cuánto importa la reducción de vulnerabilidades –sociales– y la prevención de desastres a futuro? El ejecutivo parece movilizar el tema de la mitigación de riesgos como una excusa. En la Ley Nº30556 el objetivo es el crecimiento económico y la gestión de riesgos aparece, a manera de enfoque, como añadidura. Después del rol humanitario jugado por los ministros, toca la entrada en escena del Estado empresarial. El primero, sin duda, legitima al segundo: dos caras de la misma moneda. Así, el Niño Costero es una excusa para la dinamización de capital. Si no fuera así, tendríamos como director de la Autoridad a un especialista en el Fenómeno El Niño, a alguien con experiencia en ordenamiento territorial. Pero antes que a un especialista en reducción de vulnerabilidades se eligió a un Chicago boy con amplia trayectoria en beneficio de empresas extractivas (fue vicepresidente de la minera Antamina) y en procesos de negociación de tratados de libre comercio, como el TLC Perú-Estados Unidos. Y en su cargado CV, donde resalta el perfil de un infatigable promotor de las inversiones privadas, no hay rastros de experiencia en ordenamiento territorial ni en mitigación de riesgos por fenómenos naturales. ¿De qué cambios estamos hablando?

Reconcentración de competencias en manos del Estado

Muchos ven con buenos ojos la decisión de concentrar, en manos del Ejecutivo, la tarea de la reconstrucción. El argumento es, naturalmente, la inminente corrupción que se da a escala regional y local. La respetabilidad (Young, 2000) de la que goza el presidente Kuczynski y el círculo de poder inmediato a él –mujeres y hombres blancos, elegantemente vestidos– sustentan la imagen de un gobierno tecnócrata y eficiente. El centralismo camuflado en el que nos encontramos, todavía, se refuerza con discursos deslegitimadores de los gobiernos locales, tildándolos de corruptos, incapaces e ineficientes. Con esto no quiero eclipsar los actos de corrupción que seguramente existen en los gobiernos locales y regionales, pero claramente hay experiencia de múltiples cocinados de grupos de presión en petit comité a escala del Ejecutivo también. Recordemos que, Salvo Félix Moreno, todos los implicados en el caso Odebrecht estuvieron vinculados a este poder.

Hay que defender la escala municipal. Los gobiernos locales pueden resultar más permeables a la formulación de reivindicaciones ciudadanas. Las contradicciones vividas pueden ser más rápidamente visibilizadas y atendidas por políticas públicas a escala local. La re-concentración de poder en manos del Estado apunta directamente al carácter participativo de los proyectos y a los procesos territoriales ya en marcha. Representa una amenaza a la autodeterminación, un ninguneo a los difíciles avances que sí existen en materia de preservación de los ecosistemas. Por poner un ejemplo, una afrenta a la autodeterminación es la progresiva reducción del presupuesto para los municipios, a los que en los últimos años se les empuja salvajemente a privatizar servicios públicos. Esta reducción de presupuesto afecta a los municipios más pobres, los que ven limitadas sus posibilidades de realización de obras en beneficio de proyectos productivos (generalmente vinculados a actividades agropecuarias). Los costosos avances en cultura de gestión de riesgos y preservación de ecosistemas se tambalean ante los discursos hostiles a la eficiencia de los gobiernos locales. La cultura de planificación no se fortalecerá con un Estado que re-concentre competencias y desplace protagonismo a las autoridades locales.

Los límites del discurso a favor de la planificación

La planificación ha pasado de ser una mala palabra (muestra de un exceso de intervención gubernamental) a erigirse como lo que naturalmente debe hacerse en miras a un aprovechamiento racional de los recursos, aunque generalmente se la asocia a proyectar hasta dónde crecerá la mancha urbana, qué infraestructura irá dónde y cosas por el estilo. Sin embargo, la previsión de infraestructura no garantiza la reducción de desigualdades, como tampoco garantiza una adecuación a las demandas territoriales. De hecho, hoy se planifica de manera centralizada, con poca o nula participación de la población –y no precisamente a causa de desinterés ciudadano–, con objetivos de crecimiento económico (énfasis cuantitativo, como enriquecimiento de unos pocos) antes que de desarrollo (énfasis cualitativo, como expansión de capacidades humanas). Por eso es inconsistente que, desde una pretendida posición progresista, se defienda la planificación augurando las garantías a la reducción de contradicciones espaciales.

Los abanderados de la planificación son los organismos internacionales como las Naciones Unidas, cuyos grupos de expertos (en temas urbanos, de movilidad, de seguridad alimentaria, etc.) están espacialmente distribuidos, en el norte y sur global, fomentando recetas, buenas prácticas y experimentos que permitan la continuidad del sistema capitalista y un añorado enriquecimiento en modo automático. El desplazamiento de las crisis será, en buena medida, condicionado por las intervenciones de los think tanks globales y sus recomendaciones sobre dónde y cómo inyectar capitales gracias al discurso de la planificación. De ahí la importancia de la promoción de proyectos de infraestructura, muchos de ellos reservados para espacios urbanos. El capital –material y ficticio– con el que se harán las obras no es una cuestión de la que debamos pasar ligeramente. En un contexto donde la financiarización de la economía implica flujos inmateriales a lo largo y ancho del planeta, la gran movilidad espacio-temporal del capital (Harvey, 2010) explica su agilidad para escabullirse de explicaciones y rendición de cuentas. Y claro, el Estado es el garante, en última instancia, del endeudamiento público y también del privado. Hemos visto, no sin indignación y arcadas en el vientre, cómo el Fondo Monetario Internacional ha exigido a los gobiernos de Argentina, Grecia y España el rescate a los bancos antes que a su población más afectada. A estas medidas de presión internacional les debemos los  recortes nacionales en servicios de salud, educación, vivienda, justicia y un triste etcétera.

De la Flor tiene un plazo de tres meses para presentar el Plan de reconstrucción, para cuya ejecución se ha anunciado un Fondo de 20 mil millones de soles. Los inversionistas deben estar rondando como moscas alrededor de lo que seguramente serán discretos espacios de negociación, donde promocionarán una jugosa cartera de proyectos a ejecutarse vía alianzas público-privadas. Parece que los estragos de un fenómeno natural son una bendición para un Estado capitalista que, de esta manera, tiene la excusa perfecta para demoler, quitar escombros e inyectar cemento por doquier, vía el endeudamiento y la perfecta excusa de la reconstrucción. El argumento de la urgencia parece acallar pretensiones de contestación y, además, parece haber legitimación desde la academia, pues hasta el momento ninguna universidad ha chistado. Ya pasaron los meses en que vimos al Estado capitalista tomando y repartiendo platos mientras la olla se le desbordaba. Ahora que la mesa está servida, caen las máscaras y empieza la función.

Referencias

Harvey, D. (2010). Géographie et capital. Vers un matérialisme historico-géographique, Paris: Syllepse.

Santos, M. (2000). La naturaleza del espacio: técnica y tiempo, razón y emoción, Barcelona: Ariel.

Young, I. (2000). La justicia y la política de la diferencia, Madrid: Cátedra.

 

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